A la presidenta Claudia Sheinbaum le ha tocado gobernar entre fuegos. Uno de ellos —y quizás el más implacable e impredecible— viene del norte. Con apenas cuatro meses de regreso en la Casa Blanca, Donald Trump ha dejado claro que no hay espacio para la diplomacia: su relación con México se basa en la imposición, el chantaje y el miedo. Ha endurecido sus exigencias, ha presionado para que México reciba deportados, algunos con antecedentes penales y otros ni siquiera mexicanos, ha condicionado acuerdos comerciales a operativos de contención migratoria y antidrogas, y ha anunciado medidas unilaterales que violan tratados internacionales y principios básicos de derechos humanos.
Frente a esta ofensiva, el gobierno de Sheinbaum ha optado por la cautela, lanzó el programa “México te abraza”, presumió una oferta de 50 mil empleos para personas deportadas y anunció una estrategia de protección y reintegración. Sin embargo, los resultados son escasos: menos de 500 personas han sido efectivamente empleadas, miles siguen varadas, desplazadas o invisibles. Las historias abundan: Yesenia, una madre venezolana, fue detenida por las autoridades estadounidenses durante una parada de tráfico rutinaria y deportada a México junto a sus hijos. La familia, que buscaba asilo en Estados Unidos, fue expulsada sin una audiencia adecuada, dejándolos en una situación precaria en un país que no es el suyo. Este caso refleja las consecuencias humanas de las políticas migratorias actuales y la necesidad de considerar el impacto en las familias afectadas. Éstas no son excepciones, son advertencias. Lo que Trump exige, México lo ejecuta sin condiciones claras, sin estrategia de largo plazo y sin capacidad real de respuesta.
Mientras Estados Unidos impone desde fuera, el crimen organizado impone desde dentro. Cárteles que hace una década se peleaban rutas hoy se reparten municipios enteros. No sólo trafican drogas: también migrantes, madera, agua, personas. Cobran cuotas por todo: por abrir un negocio, por cruzar una carretera, hasta por tener un árbol que dé sombra. El gobierno federal ha endurecido el discurso rompiendo con los “abrazos”, también ha desplegado operativos más agresivos.
La presidenta apuesta por investigación, inteligencia y coordinación con estados. Ha habido detenciones, extradiciones, aseguramientos. Sin embargo, su estrategia no dará resultados contundentes si no se enfrenta el corazón del problema: la colusión entre criminales y políticos, y el dinero que mantiene vivas a las organizaciones. Sin una ofensiva frontal contra las finanzas, el lavado y la impunidad que los protege, seguirán comprando armas, reclutando jóvenes, desapareciéndolos y ocupando el lugar del Estado.
Deteniendo a miles de presuntos criminales, extraditando a unas decenas de líderes calman de momento a Trump pero el problema no se resuelve. Las estructuras financieras siguen intactas, las redes locales de complicidad siguen operando, y los territorios "recuperados" se vacían otra vez si no llegan la justicia, las escuelas, los servicios.
Las cifras alarman y explican parte del problema: más de 38 mil personas deportadas en cuatro meses, menos de 500 empleos efectivos, más de 120 mil personas oficialmente desaparecidas y al menos un tercio del país bajo control directo o indirecto de grupos criminales. Pero esto no es todo, la impunidad supera el 94% y los desplazamientos internos aumentan. Ninguna narrativa alcanza para ocultar lo que estos números revelan, la respuesta del Estado es, por ahora, profundamente insuficiente.
México no puede seguir administrando el desastre, necesita conducir una salida. Para eso hacen falta tres cosas: capacidad institucional, visión estratégica y respaldo ciudadano. Hoy, ninguna está completa, pero pueden construirse. Esta etapa nos deja una lección urgente: el país ya no puede reaccionar a lo que Trump exige ni resignarse a lo que el narco impone, tiene que recuperar su capacidad de gobernar, no por orgullo, sino por sobrevivencia.
Presidenta de Causa en Común