Como he venido diciendo en las dos últimas entregas, la reciente activación del artículo 34 de la Convención Internacional contra las Desapariciones Forzadas por parte del Comité de la ONU ha sacudido el tablero. Aunque el Comité no afirmó que exista una “política de Estado” para desaparecer personas, sí advirtió que hay indicios fundados de una práctica generalizada o sistemática de desapariciones en México.

La respuesta oficial fue inmediata: negación y desacreditación del mensajero. Sin embargo, habría que preguntarse ¿por qué tanto temor a aceptar lo evidente? ¿Qué pasaría políticamente si el gobierno reconoce lo que las cifras, los colectivos y los organismos internacionales ya gritan?

Esta historia puede caminar por dos senderos muy distintos. El primero es el del reconocimiento. Aceptar que las desapariciones son generalizadas o sistemáticas implica una amenaza directa a la narrativa oficial. Es asumir que no se trata de una falla puntual, ni de un error aislado, sino de un fenómeno persistente, con implicaciones de responsabilidad política, institucional y posiblemente penal.

Reconocerlo golpearía el discurso gubernamental que, durante casi siete años, ha insistido en su supuesta eficacia, transformación y defensa de los derechos humanos. También pondría en tela de juicio la idea de ruptura con el pasado, sugiriendo que, aunque haya cambiado el color del partido y el discurso, las dinámicas de violencia e impunidad persisten.

Además, aceptar lo sistemático conlleva reconocer que el Estado ha fallado por omisión o complicidad. Implicaría asumir que las instituciones de seguridad, justicia y búsqueda no solo han sido ineficaces, sino que en muchos casos han sido parte del problema. Particularmente, como ha señalado el Comité, las instituciones castrenses.

Esa admisión podría debilitar la legitimidad del gobierno ante la ciudadanía y ante el mundo. Aceptar que hay una práctica sistemática de desapariciones forzadas se interpretaría como un fracaso en la protección de la vida y la dignidad humana, es decir, como una ruptura del contrato social. Eso traería consigo una presión creciente por parte de las familias, de las organizaciones y de los organismos internacionales, que tendrían más argumentos para exigir acciones inmediatas, recursos, reformas profundas y sanciones.

También existe el riesgo de acciones legales nacionales o internacionales. En caso de que se configure un crimen de lesa humanidad, la responsabilidad puede escalar en espacios como la Corte Penal Internacional, generando temor en las élites de seguridad —particularmente en las Fuerzas Armadas— y en altos niveles del gobierno.

Aunque también se puede asumir el terrible fenómeno de las desapariciones desde una lógica distinta. Hay una salida política, pero sobre todo ética. Un gobierno que reconoce la magnitud del problema y decide enfrentarlo con valentía podría incluso fortalecer su legitimidad histórica.

Aceptar lo sistemático no tiene que ser una rendición, sino un punto de inflexión, puede abrir la puerta a reformas institucionales profundas, a una colaboración internacional sin precedentes, a la reconstrucción de la confianza ciudadana y a una reconciliación genuina entre el Estado y las víctimas. La presidenta Claudia Sheinbaum, a diferencia de sus antecesores, podría dejar un legado político basado en la verdad y no en la negación.

La preocupación de la presidenta no debería ser si es sistemático o generalizado. La verdadera preocupación y ocupación debe ser qué van a hacer al respecto. El Estado no necesita proteger su imagen; necesita proteger a los mexicanos. La historia no absolverá a quienes prefieran cuidar una narrativa antes que asumir su primera responsabilidad como gobernantes. Negar lo evidente no hace desaparecer a los desaparecidos, solo posterga el dolor y la justicia. (Colaboró Fernando Escobar Ayala)

Presidenta de Causa en Común

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