La detención del general Salvador Cienfuegos en octubre de 2020 marcó un punto de quiebre en la confianza de la relación de seguridad entre México y Estados Unidos. El arresto, realizado por la DEA sin aviso previo al gobierno mexicano, fue interpretado como una afrenta a la soberanía y derivó en una respuesta inmediata exigiendo al Departamento de Justicia liberarlo. El general regresó en noviembre del mismo año y fue exonerado, prácticamente de inmediato, por la Fiscalía General de la República.

De ahí nació la urgencia de regular la presencia de agencias extranjeras en nuestro país. La devolución y exoneración no cerró la ofensa a las Fuerzas Armadas, y en diciembre del mismo año, el Congreso aprobó una reforma a la Ley de Seguridad Nacional que impuso controles estrictos a la operación de agentes extranjeros a través de la cancillería. Sin embargo, en la práctica esta ley generó rigidez, lentitud operativa y falta de secrecía.

Menos de un año después, en octubre de 2021, ambos gobiernos intentaron darle vuelta a la página con un nuevo marco de cooperación que prometía confianza y coordinación de “Estado a Estado”. Anunciaron el Marco Bicentenario como la alternativa a la Iniciativa Mérida. En ese momento se planteó como un proyecto con grandes principios, pero hasta hoy carece de lo esencial: indicadores de éxito, controles de evaluación y protocolos de comunicación. Más que una estrategia verificable, funciona como un paraguas diplomático que pronto mostró sus límites. El reciente episodio del “Proyecto Portero” es una prueba clara de ello.

Tras el anuncio de la DEA sobre la puesta en marcha de ese proyecto como un convenio bilateral, la presidenta Claudia Sheinbaum lo desmintió de manera tajante: “No existe ningún acuerdo, apenas un taller en Texas”. A primera vista, el episodio podría parecer un malentendido burocrático, pero en realidad revela un problema profundo. El caso ilustra un patrón, las agencias estadounidenses, y en particular la DEA, están urgidas de mostrar resultados en plena crisis de fentanilo. Cualquier iniciativa les sirve para exhibir acción ante el Congreso y la prensa de su país. En cambio, para el gobierno mexicano admitir un acuerdo con la agencia más controvertida de Washington sería una renuncia simbólica a la soberanía que tanto presume defender.

No es solo un problema de narrativa. Lo que sale a relucir es que los incentivos de las agendas de seguridad son distintos y exhiben la ausencia de estructura institucional del Marco Bicentenario. Más que encontrar puntos de encuentro, este marco ha hecho más visibles los incentivos cruzados, la falta de confianza y una cooperación sin brújula.

Por eso, cada anuncio unilateral de la DEA recuerda inmediatamente el Caso Cienfuegos. A ello se suman las limitaciones de la Ley de Seguridad Nacional, que obligan a canalizar cualquier acción vía Cancillería, lo que es inoperante. Tampoco se puede olvidar la descoordinación de métodos: las agencias estadounidenses están acostumbradas a operar y comunicar de forma independiente, mientras que el gobierno mexicano responde vía mensajes de la Presidenta a sus electores desde la narrativa de la soberanía. El resultado son dos lógicas que no dialogan entre sí y que producen choques inevitables.

La lección es clara, sin reglas la cooperación se convierte en improvisación. Los costos mínimos seguirán siendo anuncios contraproducentes mientras que la desconfianza marcará la relación entre ambos países. No tendría por qué seguir así, el nuevo Acuerdo de Seguridad que será anunciado en pocos días, deberá contener protocolos claros, mecanismos de evaluación conjunta y una vocería única.

El verdadero desafío no está en tratar de domar la política que eclipsa toda cooperación, sino en institucionalizar el marco de la cooperación para enfrentar a los grupos criminales que sí saben coordinarse, o eliminarse.

Presidenta de Causa en Común

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