Es indispensable cobrar plena conciencia del drama que padece nuestro país en cuanto a inseguridad e injusticia. Seguimos usando las mismas palabras para nombrar lo que ya no existe y no nos atrevemos a usar las palabras adecuadas para describir lo que hoy tenemos. Si ni siquiera podemos identificar y nombrar el problema, difícilmente podremos avanzar y resolverlo en los siguientes años.
Por ejemplo, hemos calificado de “estrategia fallida” la política de este gobierno de abrazar a los criminales, abrir cuarteles y destruir policías. En realidad, deberíamos preguntarnos ¿hay estrategia?, la respuesta es no. Seguimos llamando policías a las personas, que, sin condiciones mínimas, se juegan la vida tratando de preservar la seguridad. Ser policía debería ser una profesión con un sueldo digno, prestaciones de ley y capacitación, lo cual, evidentemente no sucede.
A los militares solo se les cambió el uniforme (a ratos) y se convirtieron de la noche a la mañana en integrantes de la Guardia Nacional (GN), institución que se ha caracterizado por aparecer cuando los enfrentamientos ya han pasado. Esta GN no cuida a los ciudadanos ni enfrenta a los criminales.
A las fiscalías las seguimos llamando así cuando en realidad se han convertido en simples oficinas de persecución política y en oficialías de parte donde reciben denuncias, pero no investigan, lo que nos ha llevado a una impunidad del 100% en casos de desaparecidos y extorsiones. Y denominamos prisión preventiva a la prisión automática que sólo encubre la ineficacia y la corrupción de las fiscalías y atiborra de inocentes las cárceles.
En cambio, siguen registrándose voces que niegan que el país esté militarizado cuando la evidencia es clara e inequívoca. Las Fuerzas Armadas tienen el control terrestre, aéreo y marítimo del país. Controlan la Secretaría de Seguridad y Participación Ciudadana, secretarías estatales y municipales. Les han otorgado más de 260 responsabilidades civiles. Si esto no es militarización ¿qué es?
Nadie se atreve tampoco a llamarle actos terroristas a los ataques con explosivos y drones que crecen cada día en México, por las implicaciones políticas que puedan generarse.
Menos está sobre la mesa tan solo discutir que para los municipios donde los criminales cobran impuestos ilegales, controlan a las policías y la vida de las personas, se implante un régimen de excepción. Es decir, analizar la posibilidad de suspender algunas garantías por tiempo determinado y bajo controles estrictos, que permita recuperar el territorio para el Estado; porque el concepto a los políticos les suena muy fuerte.
Considero que ya no vivimos una crisis de inseguridad como en sexenios anteriores, que ajustando tuercas o haciendo una nueva estrategia saliamos de la crisis; vivimos un auténtico colapso institucional. Lo constato a diario cuando se convierte en una tarea casi imposible ayudar víctimas y familiares que piden apoyo. Se genera una gran frustración cuando el secretario de seguridad, el policía o el fiscal dicen que no pueden hacer nada para encontrar a los asesinos de un niño, sugieren que la familia de la víctima se mude para resguardarse o
al dueño de una miscelánea que es extorsionado, le insinuan que cierre su establecimiento para evitar que lo maten.
Pese a todo, no es momento de claudicar, sino de llamar de una vez a las cosas por su nombre como primer paso para poder avanzar. Se requiere una labor de emergencia y contar con un plan estratégico de mediano y largo plazo. Tomemos plena conciencia que los mexicanos estamos prácticamente indefensos y que la construcción de nuestras defensas va a requerir una labor política, técnica y presupuestal como no nos habíamos planteado antes. De ahí la importancia de no permitir la llegada de cínicos a pilotear solo el colapso.