Dos gobernantes de orígenes distintos, ideologías opuestas y trayectorias incompatibles conviven irremediablemente. Uno emergió del nacionalismo conservador y xenófobo; la otra, de una izquierda que alguna vez entusiasmó por parecer democrática. En fachada, Donald Trump y Claudia Sheinbaum no podrían ser más distintos, pero en el ejercicio del poder, sus coincidencias son vastas, ambos encarnan personalidades autoritarias que amenazan el equilibrio institucional, las libertades y el Estado de derecho.
En Estados Unidos, Trump ha estado en guerra contra el Poder Judicial desde su primer mandato y ahora ha ido más lejos, queriendo desmantelar oficinas clave del Departamento de Justicia, persiguiendo a jueces que lo han enfrentado, y contratando solo funcionarios afines. Aun así, enfrenta contrapesos reales: tribunales independientes, medios críticos, fiscales autónomos y una sociedad civil activa. Su aprobación ha caído del 51% al rango del 39%-44% en apenas unos meses.
En México, a Sheinbaum le basta mucho menos para lograr mucho más. Ha respaldado sin matices la reforma judicial de su antecesor con el fin de eliminar de facto la independencia judicial, bajo la artimaña que sean electos por voto popular, pero realmente la lista de votados fue impuesta por su mismo partido, Morena. Próximo a concretarse, desaparecerá el único contrapeso que ha limitado al poder presidencial en los últimos años. El mensaje es simple: quien no se somete, estorba y si estorba, debe ser desplazado.
Sheinbaum descalifica toda crítica, en lugar de responder con argumentos. Hace unos días, atacó al gobierno de Ernesto Zedillo terminado hace 25 años, pero no desmintió sus señalamientos. El silencio de Claudia no hace más que aumentar la creciente duda sobre si México avanza hacia un régimen autoritario. No obstante, también es creciente la popularidad presidencial, hoy en 81%, aunque esta no represente garantía democrática alguna.
La narrativa es casi una calca: el Poder Judicial es corrupto; los medios, enemigos pagados por adversarios; las organizaciones civiles, brazos del conservadurismo. A ninguno le incomoda deslegitimar la crítica con la etiqueta de “enemigo”. La verdad no está en los hechos ni en la evidencia, sino en la mentira (sus “otros datos”). El voluntarismo político está por encima de la ley.
Ya sean las instituciones, el periodismo o la justicia, todo lo que no se subordine, debe ser desmantelado o humillado. El problema no es sólo lo que hacen, sino lo que normalizan; lo que erosionan, lo que rompen sin que nadie repare.
Ahí está la paradoja, mientras Trump pierde apoyo por sus excesos autoritarios, Sheinbaum lo gana. Mientras la sociedad estadounidense activa sus defensas institucionales, y muestra su enojo en las encuestas de percepción, la sociedad mexicana parece no enterarse de la perdida de equilibrios democráticos y los aplaude. El líder que desprecia las reglas es castigado en una democracia más viva; la líder que hace lo mismo es premiada por una democracia más débil.
No se trata de ideología, sino de una erosión compartida de la cultura democrática. Este deterioro institucional no es nuevo ni exclusivo de Sheinbaum y Trump. La politóloga Nancy Bermeo ha advertido que “las democracias rara vez mueren por golpes de Estado; mueren desde dentro, en manos de líderes electos que gradualmente erosionan los contrapesos mientras mantienen una fachada legal”. Así ocurrió en Hungría con Viktor Orbán y en Venezuela con Hugo Chávez, regímenes que nacieron en las urnas y se consolidaron destruyendo las reglas del juego.
En todos los casos, las consecuencias son profundas: pérdida de libertades, anulación del debate público, debilitamiento de la cultura cívica y, sobre todo, ciudadanos cada vez más indefensos ante un poder sin frenos. Dos liderazgos que presumen representar causas opuestas terminan pareciéndose demasiado. El autoritarismo no tiene una sola máscara, adopta muchas, pero huele igual de mal.
Presidenta de Causa en Común