Más allá del escándalo o de la reacción defensiva de nuestras autoridades ante la decisión del Comité contra las Desapariciones Forzadas de la ONU (CED) de activar por primera vez desde su creación el artículo 34 de la Convención Internacional en relación con México, se debe recordar que el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional —del cual México es parte— establece que las desapariciones forzadas pueden ser perpetradas “por un Estado o una organización no estatal, con su autorización, apoyo o aquiescencia”.

Es decir, no es solo que uno o varios funcionarios participen directamente en las desapariciones —como de hecho está documentado que en algunos casos sucede—, sino que también son cometidas por organizaciones distintas al Estado, como el crimen organizado, cuando actúa en colusión o con la omisión de agentes estatales. Sin duda muy grave, aunque también debemos mirarlo como una oportunidad que no deberíamos dejar pasar.

Desde que entró en vigor la Ley General en Materia de Desaparición en 2018, su implementación ha sido un desastre. Así lo documentamos en “Nombres sin cuerpo y cuerpos sin nombre”, publicado por Causa en Común, donde mostramos con datos oficiales que mientras el número de personas desaparecidas sigue en aumento, las capacidades institucionales siguen siendo insuficientes, lo que ha impedido que el Sistema Nacional de Búsqueda sea eficiente y efectivo.

Desde luego, hay que reconocer el esfuerzo de un puñado de servidoras y servidores públicos que, dentro de algunas fiscalías especializadas, trabajan con compromiso y sin descanso, pero no pueden hacer milagros con poco personal, tecnología limitada y presupuestos insuficientes.

Por eso la carga de la búsqueda sigue recayendo en las familias, ya sea de forma individual o dentro de los colectivos que se han formado a lo largo y ancho del país. Son ellas quienes, con sus propios recursos y con pico y pala en mano, salen a buscar con la esperanza de encontrarlos. Gracias a esas personas, el mundo sabe que en México hay una tragedia humanitaria que no se puede seguir negando.

Entonces, ¿qué implica la oportunidad que hoy tenemos frente a nosotros? La presidenta Claudia Sheinbaum podría marcar un antes y un después. Su sexenio apenas inicia. Si el Estado mexicano asume con humildad el diagnóstico internacional y decide colaborar, tendríamos la posibilidad de fortalecer las comisiones de búsqueda con recursos y respaldo internacional, acceder a tecnología, peritos y sistemas forenses de otros países, crear mecanismos verdaderamente autónomos y eficaces de justicia, y proteger a los colectivos de búsqueda, garantizando además su participación en la toma de decisiones.

Lo que está en juego no es solo la imagen del gobierno, sino algo mucho más importante: la posibilidad de que cientos de miles de familias tengan respuestas y verdad. Lo que está en juego es nuestra dignidad como país.

No más negaciones. Repetir que “no es una política de Estado” es perder el foco y el tiempo. Lo que importa no es si el Estado desaparece directamente o permite que ocurra impunemente. Lo que importa es que no está deteniendo esta tragedia, y eso lo vuelve responsable. Hoy más que nunca, necesitamos un Estado que escuche, que actúe y, sobre todo, que se deje ayudar.

Este llamado internacional no debe verse como una ofensa, sino como una herramienta. México puede, si así lo decide, pasar del estigma a la transformación. Para eso se necesita voluntad política, humildad institucional y una sociedad que no se canse de exigir verdad, justicia y memoria. El futuro de este país no puede construirse sobre los desaparecidos y el dolor, sino sobre la verdad y la vida. (Colaboró Fernando Escobar Ayala)

Presidenta de Causa en Común

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