En diciembre de 2023, una familia caminó durante dos días desde una comunidad de la sierra de Guerrero hasta Chilpancingo. Habían recibido un “aviso” que les decía que tenían que entregar a sus hijos para que se unieran al grupo armado que controla la zona o, de lo contrario, desaparecerían todos. No fue una elección, fue una sentencia. No hubo policía ni Guardia Nacional. Hoy, muy posiblemente, sobreviven de la caridad en la periferia de alguna ciudad, como miles de personas que huyen del crimen y caen en el olvido.

Ellos no escapaban de una guerra ni de un huracán. Huyeron de los criminales a los que el Estado ha permitido tomar sus comunidades. El desplazamiento interno forzado ocurre por las razones más crueles: extorsiones, reclutamiento forzado, disputas territoriales. Desde hace más de una década hay registros en estados como Guerrero, Zacatecas, Michoacán o Jalisco pero en los últimos años se han multiplicado los casos en esas y otras regiones. En Chiapas, por ejemplo, aunque suene inaudito, hay familias que prefieren huir a Guatemala antes que quedarse en México.

El desplazamiento forzado se ha vuelto cotidiano, como las desapariciones o los homicidios. Según el Internal Displacement Monitoring Centre (IDMC) más de 400 mil personas han sido desplazadas por la violencia en México. Esa cifra —ya alarmante— podría ser mucho mayor, porque en nuestro país no existe un sistema oficial de monitoreo. Aún con ese subregistro, México se ubica entre los países más afectados del continente, solo por debajo de Colombia, Haití y Guatemala. Además, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas (ONU-DH) alertó que en 2024 los desplazamientos se duplicaron respecto al año anterior.

El sexenio de López Obrador no solo toleró el avance del crimen organizado en el país, sino que con su estrategia de “abrazos, no balazos” facilitó que los grupos criminales expulsaran comunidades enteras, mientras las fuerzas federales miraban… para otro lado. El desplazamiento forzado se multiplicó, tan solo en 2021, la CMDPDH documentó 40 eventos masivos que afectaron a más de 44 mil personas.

A pesar de los múltiples señalamientos nacionales e internacionales, la presidenta Claudia Sheinbaum sigue los pasos de su antecesor, evita llamar las cosas por su nombre y no reconoce el desplazamiento forzado como lo que es: una crisis humanitaria provocada por el abandono del Estado. No existe una política pública de atención. Los desplazados se convierten en mexicanos invisibles.

Las familias desplazadas dejan atrás su vida entera. Algunas logran refugiarse con parientes, otras en albergues temporales, pero tarde o temprano tienen que irse, y quedan a la deriva. No solo pierden su hogar, muchos pierden también su identidad jurídica, porque dejaron actas de nacimiento y documentos en sus casas, lo que complica su acceso a servicios y derechos.

Una de las consecuencias más profundas es el daño psicológico. Estudios del Instituto Nacional de Psiquiatría “Ramón de la Fuente Muñiz” y de organizaciones civiles han documentado niveles elevados de estrés postraumático, ansiedad y depresión entre personas desplazadas. Se pierde el sentido de pertenencia y se fragmentan vínculos comunitarios. El trauma, además, se transmite entre generaciones, afectando de forma permanente a niñas, niños y adolescentes.

Para reparar el daño, se necesitarían políticas articuladas, programas integrales que incluyan salud mental, educación, empleo, vivienda, regularización escolar, y sobre todo, acompañamiento psicosocial para reconstruir lo emocional y lo comunitario.

Sin embargo, en México los criminales deciden quién se queda y quién se va; miles de familias son expulsadas en silencio, sin justicia, sin futuro, sin nombre. El Estado no los defiende, no los reconoce, no los repara, entonces ¿a quién le sirve ese Estado? ¿Para qué queremos un gobierno que se arrodilla ante los criminales y se hace ciego ante los que sufren?

Presidenta de Causa en Común

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