La campaña mundial contra la pandemia COVID-19 está rodeada de muchas incertidumbres, pero de una cosa sí podemos estar seguros: la actividad económica mundial se verá ampliamente afectada, con repercusiones a gran escala para los ingresos y el bienestar de todos, en especial para las personas más vulnerables en los países dependientes de las importaciones de alimentos.

La ausencia de políticas oportunas y efectivas en respuesta a ello, podría exacerbar el ya tan desafortunado aumento en el número de personas con hambre.

En El Estado de la Seguridad Alimentaria y la Nutrición en el Mundo publicado el año pasado, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) junto con otras agencias de las Naciones Unidas mostraron que las desaceleraciones y recesiones económicas contribuían a explicar el aumento de los niveles de subalimentación en 65 de 77 países en el período 2011 y 2017. Este análisis y las recomendaciones de política que se desprenden de él, pueden llegar a representar una parte importante del “kit de herramientas” con el que el mundo cuente para prevenir que la crisis sanitaria se traduzca en hambruna, por una simple razón: el Fondo Monetario Internacional (FMI) recientemente “recortó” su pronóstico para el crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) global, en nada menos que 6,3 puntos porcentuales.

En enero, el FMI anticipaba que el PIB global crecería 3,3% en 2020, pero en abril, cuando la mayor parte del mundo se apegaba a un confinamiento para evitar el contagio, emitió un nuevo pronóstico de -3,0%. África subsahariana, la región que alberga las tasas más altas de subalimentación en el mundo, debe ahora prepararse para su primera recesión económica en 25 años.

Mediante un análisis de los datos sobre la oferta de alimentos desde 1995, asociado al desarrollo estadístico del indicador de la prevalencia de la subalimentación de la FAO, y su correlación con tendencias económicas pasadas de países importadores netos de alimentos, hemos encontrado que millones de personas pasarían a formar parte del número de personas con hambre como resultado de la recesión asociada a COVID-19.

El número de personas con hambre varía según la severidad de la contracción del PIB, pasando de 14,4 a 80,3 millones de personas según el escenario de decrecimiento, siendo el número más alto, el resultado de una devastadora contracción de 10 puntos porcentuales en el crecimiento del PIB en 101 países importadores netos de alimentos.

El resultado podría ser más estrepitoso si se llegara a deteriorar la desigualdad existente en el acceso a los alimentos—lo cual, por ninguna razón, podemos dejar pasar.

El mundo no se está enfrentando a una escasez de alimentos, razón por la cual desde el inicio de la pandemia la FAO ha insistido en que los países deben aunar todos los esfuerzos para mantener la cadena de suministros de alimentos activa. Con las estimaciones de nuestro análisis estrictamente económico – basadas en un escrutinio de los datos de disponibilidad de alimentos y el acceso a ellos, dejando de lado otros pilares básicos de la seguridad alimentaria, la FAO está exhortando a que todos los países promuevan medidas para proteger la capacidad de que las personas puedan tener acceso a la alimentación suministrada de manera local, regional y global.

El nexo entre la subalimentación y el desempeño económico ya estaba alejando al mundo del objetivo de erradicar el hambre en el 2030. El número de personas subalimentadas a nivel mundial estimado por la FAO ha estado incrementándose desde el 2015, aunque de manera lenta, luego de décadas de reducción. Se ubica hoy día cercano a la cifra de 2010, y la desnutrición afecta a una de cada diez personas en el mundo, con tasas aún más elevadas en muchas partes de África y Asia.

Los gobiernos están apostando por medidas de estímulo fiscal y monetario sin precedentes, a fin de conservar el capital económico y apoyar la red de protección social de los trabajadores desempleados. Sin embargo, muchos países carecen de las herramientas necesarias para implementar tales medidas de inyección de liquidez y nuevas obligaciones de gasto público. La comunidad internacional debe apoyar la capacidad de respuesta de estos países, pero estos, al mismo tiempo, deben ejercer una gran responsabilidad fiscal y objetividad a la hora de reasignar recursos públicos y atender las necesidades más urgentes que se originan a partir del COVID-19. La salud es la prioridad número uno, pero acceder a una alimentación suficiente y saludable debe ser una parte central de la respuesta sanitaria a la pandemia. Una respuesta inadecuada debilitará sobremanera a las poblaciones más vulnerables por mucho tiempo. La perspectiva que tenemos de lograr los Objetivos de Desarrollo Sostenible se volvería aún más complicada.

De esta forma, los esfuerzos no solo deberían enfocarse en mantener las cadenas de abastecimiento alimentario activas, sino que es imperativo darle énfasis al tema de acceso de todos a los alimentos. Los gobiernos tienen la oportunidad de abordar este tema de frente y sin claudicar, mediante la focalización de los paquetes oficiales de estímulo a los pobres y subalimentados. Instrumentos tales como las transferencias de efectivo o en especie, nuevas líneas crediticias, redes de protección social, bancos de alimentos, y mantener los programas de comedores escolares funcionando, entre otros, pueden ser de gran utilidad.

Enfocarse en estos aspectos de manera enfática tendrá un doble efecto positivo, ya que no solo se atenderá a los más necesitados, sino que se maximizará el impacto de los recursos públicos sobre el tan necesitado dinamismo de la demanda.

¡Y podría haber un tercer efecto positivo! Atacar el flagelo del hambre de manera decisiva, de forma que se evite la inseguridad alimentaria y la malnutrición, reducirá las cicatrices que nos dejará la recesión en el largo plazo, y fomentará más vitalidad, así como una menor dependencia en el futuro. De hecho, las medidas de estímulo económico que permiten enfrentar el problema de acceso a la alimentación deben diseñarse persiguiendo también el objetivo de empezar a construir la resiliencia de los sistemas alimentarios, de manera que ellos mismos tengan la capacidad de resguardarse ante la tempestad de futuras desaceleraciones y recesiones económicas.

Director Adjunto, División de Economía del Desarrollo Agrícola de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO)

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