La instrumentalización del narcotráfico como arma política sigue consolidando la narrativa construida hace ya varios años por el gobierno estadounidense pero que, con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, se ha instaurado como mecanismo de presión permanente hacia México para mayor cooperación. Lo hecho en estos meses por la administración de Sheinbaum no es suficiente. Las cifras de miles de objetivos prioritarios generadores de violencia detenidos, toneladas de opioides y cargamentos de droga decomisados y miles de laboratorios desmantelados (los que negaban sistemáticamente en el sexenio anterior) no sacian la sed de poner orden en el evidente desorden mexicano que amenaza los intereses bilaterales.
Sheinbaum, su transformación et al y la burbuja morena no deben equivocarse; una sanción del Departamento del Tesoro de Trump —sin la cooperación del gobierno mexicano— contra dos bancos y una Casa de Cambio señalados por sospechas de lavado de dinero con organizaciones criminales designadas como organizaciones terroristas no es sólo una acción legal. Es una herramienta geopolítica que afecta profundamente la economía, la política y la seguridad en México.
No hay interpretación a medias.
Es un ataque a la soberanía financiera y una acusación directa de complicidad institucional con el crimen organizado. Las consecuencias podrían ir desde la pérdida de confianza internacional —abonada además por la fraudulenta e ilegal elección judicial— hasta posibles escaladas diplomáticas, penales y económicas.
El problema de estigmatizar el sistema financiero mexicano aumenta una percepción de riesgo para invertir o negociar con México. Con el anuncio de ser una “principal preocupación” el tema del narcolavado, se envía de paso la señal del fracaso institucional mexicano en la supervisión, prevención y reportes de lavado de dinero.
El riesgo de provocar un fenómeno de contagio sistémico dentro del sistema financiero no sólo es un riesgo reputacional y de cumplimiento, sino se vuelve el vector principal del contagio.
La política del sexenio pasado de los abrazos y de permitir el cogobierno con organizaciones delictivas en amplias regiones del país está cobrando una delicada factura a este joven régimen que, como si no tuviera el plato lleno de problemas y focos rojos, se bate y debate en los lodos de la censura, del espionaje a ciudadanos, de la prisa legislativa por aprobar reformas y del fuego amigo que corroe la estructura de Morena en una abierta disputa por el control del poder.
Y para despejar cualquier duda del deterioro en la relación bilateral, la Fiscal General de los Estados Unidos, Pam Bondi, incluyó el mismo miércoles del anuncio del Departamento del Tesoro, a México en la lista de adversarios de ese país. Advirtiendo que “...no nos dejaremos intimidar y mantendremos a Estados Unidos seguro. No sólo de Irán, sino también de Rusia, China y México..” Y si esta delicada escalada de incontinencia diplomática no es suficiente, el secretario de la Defensa estadunidense remarcó también esta misma semana, en medio del torbellino del conflicto bélico entre Irán-Israel, que su país no busca la guerra pero que la administración de Trump actuará de manera puntual y decisiva cuando sus intereses se encuentren amenazados.
La duda razonable: ¿Qué parte de toda esta cuidadosa narrativa en el fondo, las formas y el timing no está entendiendo en su justa dimensión el gobierno de Claudia Sheinbaum?
No hay margen para sorpresas ni soberanas maromas.