Con todo en contra, persisten. A pesar de abrumar a calles, andadores y banquetas con cemento, retornan. Sin cesar en el empeño enloquecido por mermar su pervivencia, hallan resquicios para porfiar en su derecho a existir y manifestarse. Hemos reducido, con gris indiferencia, las condiciones que hacen posible su cíclico reinvento. No les importa: regresan, aunque quizá el esfuerzo cada año sea mayor. Cumplen su labor de llenarnos los ojos de asombro frente a la belleza, al entretejer el verde que siempre permanece con el color que sólo ellas pueden generar: el tono inefable de Las Jacarandas. Sí, tal cual: con mayúsculas, porque su florear es símbolo para no ceder en las peleas ineludibles, esas que, como dijo Jacinta —profesora—, harán que algún día la dignidad se haga costumbre.
El paisaje que iluminan en las calles de Narvarte esta vez fue diferente. Las palmeras que siempre las acompañaron en los camellones y parques de acuerdo con la memoria de mis días; esas portentosas esculturas a las que remataba un surtidor de ramas verdes recias, rebeldes cada una, es cierto, sin perder una forma de armonía al ser conjunto, hoy estan muertas.
Bastó pasar de un año a otro: las hay que son cadáveres enhiestos a los que el cáncer y sus curas les birló el cabello, y van quedando como postes huecos sin tan siquiera cables que las unan; otras han sido ya troceadas: sólo resta, a pocos centímetros del suelo, el horcón como huella que será, si acaso, vestigio para quienes vengan.
Una mañana, camino al trabajo, encontré cerrado un tramo entero de la avenida Doctor Vértiz. Fui testigo, no me lo contaron: con una grúa bajaban los trozos de tronco aserrados a la calle; de ahí, a un camión que se llevó los pedazos vaya usted a saber dónde.
¿Las habrán echado en falta las jacarandas al iluminarse? Creo que sí. Pero lo suyo es resistir, aunque la pena les cale en las raíces. La vida y la muerte invadieron la mirada en estos meses. Así pasa con el mundo y nuestra tierra.
Del lado de las jacarandas, su complicidad con el movimiento de las mujeres el 8 de marzo se afianzó, y nos siguen mostrando su fuerza, coraje, enojo y tristeza al mismo tiempo. Por el costado de la luz, con cambios en los modos, pero no en el sentido, cientos de miles de muchachas y muchachos harán valer, con suerte variopinta, su derecho a estudiar luego de terminar la secundaria: ojalá arriben no nada más al mesabanco, sino a una experiencia cultural (eso es la educación en serio) que sí valga y entusiasme.
Desde el hueco que las palmeras dejaron, es imposible no pensar en tantas y tantos que han desaparecido, y en las personas que con afán y los ojos resecos, andan y andan, no se detienen, para hallarles: aunque sea nada más la contundencia ruda de su camisa rota o la blusa ajada que vestía la última vez. Por ese sendero, el de lo horrendo, viene la mala hierba que la derecha agria en el mundo siembra y desplaza la poca cordura que aún había, malgastada por la codicia condimentada con soberbia de los que decían ser buenos.
Hoy, en las calles por las que caminaron mis muertos, transito yo, pisan mis hijos y casi vuela en su patín del diablo la nieta Juana, nuestra esperanza que las jacarandas simbolizan surgió contigua a la vida cercenada: pintaron de color las aceras muy cerca de los agujeros donde la enfermedad dio paso a la muerte que nos atisba a diario. Así es, colegas de lectura, como me ha sido dado mirar los días que hoy pasan y, a la vez, tercos, se quedan: luz entrelazada con tinieblas.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México. mgil@colmex.mx @ManuelGilAnton