Juana ingresó en septiembre del 2007 a la primaria, con seis años en su haber. De cada 100 niñas o niños como ella, la terminaron 96 en 2013. Se inscribieron en la secundaria 93 y la concluyeron 82: corría el año 2016, y celebraron sus quince años. Entre el inicio de la primaria y el egreso de secundaria, 18 abandonaron —más bien, fueron abandonados por— la escuela. Casi una quinta parte de sus pares, entonces, no pudieron completar la educación básica. Es una proporción muy grande.

¿Cuántos de los que sí lo lograron accedieron al siguiente tramo, el de la media superior o bachillerato? Sólo 76. La pérdida se agranda en esa transición: casi una cuarta parte de las y los condiscípulos de Juana al iniciar la primaria, nueve años después, no se inscribieron a lo que solemos llamar “la prepa”. En esos tres años, cuando cumplen 18 —ya en 2019– nuestro sistema es un desbarrancadero: nada más terminan 46. ¡Perdemos a 30!

En consecuencia, cuando es tiempo de obtener la credencial de elector, más de la mitad se han ido —los han ido— del sistema escolar. ¿Qué pasa con los 46 que sobreviven? Ocho cesan sus estudios, pues son 38 los que inician la educación superior, de los cuales 17 se atoran o se van de los salones, de tal manera que, en 2024, a los 23 años más o menos, 21 egresan de la licenciatura. Cala: 79% no culmina lo que la Constitución estipula como la educación obligatoria, es decir, el país no les da garantías para ejercer ese derecho establecido en el artículo tercero.

Con algunos ajustes de los que me hago cargo, debido a la enmienda de los datos que consideré necesaria para hacer bien las sumas y restas correspondientes, este tránsito se basa en las cifras oficiales de la SEP. (La secretaría calcula que terminan la universidad 32 de cada 100). Aún concediendo que sus cálculos sean los correctos, cuestión que dudo, no alcanza a ser una tercera parte de la cohorte que inició, con Juana, su escolarización la que la culmina.

Estas trayectorias son así bajo el supuesto normativo que la ley indica. Habría que tener información si los que dejan el circuito escolar, sobre todo cuando tienen 15 años o más, encuentran un espacio social, digamos un empleo u ocupación, digno o precario. Mi conjetura es que será precario, o peor, para la mayoría. Y además de otros problemas que atañen a la manera en que la educación formal ocurre, el impacto, en las mermas señaladas, de la aguda desigualdad social que impera en México, es muy grande.

En nuestra tierra, desde hace muchas décadas, se brinda la mejor educación a quienes menos la necesitan, y la peor a quienes más la requieren. La desigualdad en las condiciones para estudiar, por lo tanto, es un afluente que ahonda, en lugar de paliar, al menos un poco, la desigualdad de situaciones sociales existente.

A mi entender, si las autoridades educativas no comprenden la magnitud del problema, es imposible trazar las modificaciones que urge realizar en el sistema escolar y en las circunstancias de origen y contexto social que tanto pesan en el destino de las y los condiscípulos de Juana.

Es un asunto que requiere liderazgo y visión de estadista: una persona que piense más allá de sus intereses individuales y le importe el país y su futuro. Alguien que proponga un horizonte educativo que entusiasme y tenga solvencia intelectual y ética; ideas y capacidad política para conformar un grupo sólido y prudente, sí, pero a su vez dispuesto a arriesgarse cuando sea menester.

No es tarea para un gerente gris e improvisado.

Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.mgil@colmex.mx @ManuelGilAnton

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