Dice Saramago, al reflexionar sobre el tiempo, que “realmente, a un reloj le es igual, va de la una a las doce, lo demás son ideas de los humanos”. Lleva razón: las concepciones de dos personas al respecto del mismo periodo en su duración mecánica, varían si se trata de una con responsabilidad político-administrativa y otra dedicada a la investigación. La velocidad del viaje de las agujas para quien tiene que llevar a cabo una tarea específica —derivada del discurso y agenda del poder en turno— difiere del plazo que considera imprescindible quien analiza la complejidad de los procesos involucrados para lograr la transformación del mismo asunto, aunque coincidan en la meta a lograr.

En el sexenio pasado, cuando se anunció la puesta en práctica de la educación activa que subyace a la Nueva Escuela Mexicana, el plan original de sus promotores era comenzar con el primer año del prescolar, el inicial de la primaria y el que inaugura a la secundaria, para ir, poco a poco, extendiendo la difícil mutación frente a muchas décadas de enseñanza basada en asignaturas aisladas. En un momento dado, pese a lo previsto, se decidió que, de una buena vez, se pusiera en práctica en todos los grados de la educación básica y también en la media superior. ¿Por qué tanta premura? pregunté a una de las responsables de esta propuesta: hay que ir más despacio para probar las posibilidades reales del cambio. Me respondió: te equivocas; hay que aprovechar el momento político: tenemos la fuerza, el apoyo presidencial, y quién sabe qué pase en el sexenio que sigue. De una vez amarramos la idea en todos los grados escolares.

Yo consideraba que un cambio gradual era lo adecuado, para evaluar, de manera paulatina, sus condiciones de posibilidad. Ella, y el grupo de funcionarios con los que participaba, advirtieron que a la oportunidad la pintan calva, y era preciso tomarla.

Calma, la prisa no es necesaria: es un error avanzar tan rápido sin evidencia de la idoneidad del cambio propuesto, dije; no —fue la respuesta—, acelerar las cosas es lo mejor. El mismo reloj, pero dos significados distintos del andar de los segundos.

Ahora, por ejemplo, la presidenta prometió en campaña “terminar con el COMIPEMS”. Argumentó que ese sistema de asignación de lugares en la ZMCDMX a la educación media superior, empleando un examen estandarizado desde 1996, no era coherente con el derecho constitucional para ingresar a ese nivel de estudios. Dio instrucciones a la subsecretaría del ramo y, a toda velocidad, se tuvo que diseñar un sistema distinto para la ubicación equitativa de espacios, salvo en los planteles de la UNAM y el IPN.

¿No hubiera sido mejor esperar un año, estudiar a fondo las alternativas, probarlas de manera experimental, organizar grupos focales para dilucidar la racionalidad en la petición de opciones, de tal manera que, digamos, en 2026 se tuviera un mecanismo nuevo, robusto y claro, para cambiar las cosas? De nuevo, la premura en la lógica de la política versus la petición de sosiego para analizar alternativas, propia de quienes indagan.

La celeridad incrementa el riesgo de fallar; el ritmo lento de la academia amenaza con retrasar mucho, e incluso impedir, las acciones. ¿La radical diferencia en la idea del tiempo, con base en el mismo reloj impasible en su andar, es insalvable? A mi juicio, no: un poco de paciencia de una parte, y mayor diligencia de la otra sería no sólo factible, sino necesario. Viejo dilema: ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre.

Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México mgil@colmex.mx @ManuelGilAnton

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