¿Será que en México se reacciona con virulencia solo cuando la violencia irrumpe en la pantalla? El video donde se agrede a la presidenta Claudia Sheinbaum desató indignación —y también teorías que buscan minimizar lo evidente—, como si la violencia contra las mujeres fuera siempre un montaje, una exageración o un asunto secundario. Pero ese episodio, condenable y peligroso para la vida democrática, es apenas una suave sombra frente a la magnitud del abuso sexual que miles de niñas y mujeres viven en silencio todos los días. La mayoría de ellas en sus hogares y escuelas. Espacios en donde su seguridad debería ser una garantia.

Una mujer adulta me comparte su dolorosa experiencia con la voz partida por la memoria: “La historia de mi abuso se remonta a cuando yo era niña. El victimario fue uno de mis tíos, hermano de mi madre; yo tenía entre 6 y 7 años. Al principio no entendía nada. Mi madre salía y nos dejaba a veces con él. Él era alcohólico”. Omite su nombre, no por temor, sino porque ese nombre podría ser el de cualquier mexicana. Y eso, en sí mismo, es una tragedia nacional.

En México, se denuncian entre tres y cuatro casos de abuso sexual o violación cada hora: casi 90 al día. Antes incluso de los datos de 2025, el INEGI ya advertía que el 45% de las mujeres ha sufrido acoso o abuso sexual en algún momento de su vida. Doce millones cuatrocientas mil mujeres mayores de 15 años reportaron haber vivido una agresión sexual en la infancia. Frente a estas cifras, que deberían estremecernos, aún persiste un sistema que obliga a las víctimas a callar por miedo, vergüenza o desconfianza en la justicia.

Ese silencio lo encarna una herida intacta, la mujer que narra su historia: “Nunca se enteró mi madre ni nadie. Él amenazaba con negarlo todo, y una como niña pensaba: ‘no nos van a creer’. Nunca dije nada. Hasta que en edad adulta se lo conté a mi esposo. Él lo mencionó en una reunión familiar. Se hizo mucho relajo pero el tema quedó ahí. Nadie hizo nada”. La impunidad, para ella, no es un expediente: es una herida que condiciona su vida adulta, sus relaciones y su forma de amar. “Aceptaba todo con tal de estar ahí con esa persona”, dice. ¿Cómo denunciar ahora? “Si mi familia no me creyó a mis veinte años, mucho menos las autoridades después de tantos años. Si la herida esta sanada es porque en terapia la he trabajado”.

La violencia sexual en México es estructural: está en los hogares, en las escuelas, en las comunidades, en los cuerpos que la sociedad supone dóciles. Las feministas llevan décadas nombrando lo que hoy las cifras apenas confirman: que el abuso es una práctica sostenida por el poder, el silencio y la desigualdad; que la violencia patriarcal se normaliza desde la infancia; que sin justicia no hay reparación posible. El Estado llega tarde a una conversación que millones de mujeres han tenido que enfrentar solas. El gobierno atiende hasta ahora un grito contra la violencia que lleva décadas llenando las calles de mujeres que envestidas de violeta advierten lo que vivió la Presidenta: ninguna estamos a salvo.

El “Plan Integral contra el Abuso Sexual” es una promesa necesaria, incluso urgente. La pregunta es si ese plan entrará a las casas y a las escuelas donde ocurren la mayoría de los abusos, lejos de reflectores, escoltas, medios e indignación nacional. ¿Ahora que la máxima autoridad del país es una víctima de las miles de nuestro país, se atenderá el trauma intergeneracional, la ruta de denuncia, la formación de ministerios públicos, la afectación psicológica, la prevención temprana? ¿O será apenas una respuesta acelerada al impacto mediático de lo que vimos y que nunca debió suceder?

El ataque contra Sheinbaum es parte de un mismo entramado: el que todavía permite que los cuerpos de las mujeres sean territorio disponible para el control, la agresión o la burla. Pero la verdadera transformación no se evaluará en la protección —indispensable— de una mujer en el poder, sino en la capacidad del Estado para garantizar seguridad, reparación y justicia a todas las niñas y mujeres anónimas, como la que compartió su testimonio y cuya historia, por desgracia, podría ser la de tantas más.

@MaiteAzuela

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