Libertad y democracia han sido eje rector de la lucha de los pueblos que han logrado los niveles más altos de gobierno y bienestar. Libertad para decidir sus destinos frente al exterior, pero también frente al yugo interno de los gobiernos autoritarios. Democracia en la forma libre de organizar su presente y su futuro.
Los buenos ejemplos no se acotan a una región o historia en particular, pues igual encontramos regímenes con sólidas bases democráticas en países como Canadá, en los nórdicos, en los mares del sur, como Nueva Zelanda y Australia, o en América Latina, como en Costa Rica y Uruguay, lo que indica que no necesariamente tiene que ver con una historia y tradición sino con un modelo que ha resultado el más convincente y efectivo para quienes lo seleccionan y lo implementan.
En México no hemos estado ajenos a esta búsqueda y a lo largo de los últimos dos siglos, con traspiés y en muchos casos a base de acierto y error, hemos intentado modelar un destino democrático construyendo un modelo que privilegie la democracia como forma de gobierno y las libertades ciudadanos como imperativo del Estado.
Democracia y libertad no son destino fatal. No todos los pueblos habrán de terminar en esta forma de gobierno; peor aún, como en el juego de serpientes y escaleras, también en la historia de los pueblos existen descalabros monumentales, incluso por decisión de mayorías como les sucedió a los griegos cuando decidieron atacar Esparta, lo que significó su auto destrucción o como sucedió en el siglo XX en muchos países de America Latina en donde los militares pusieron en pausa la democracia.
En el siglo XX presenciamos el rotundo fracaso de regímenes centralizados, con escasos márgenes de maniobra para el ciudadano y amplio control del Estado. Sus resultados en términos de bienestar y satisfacción ciudadana fueron desastrosos. La caída de la Unión Soviética y de los gobiernos de Europa del Este fueron la mejor prueba. China dejo el modelo socialista por el capitalismo de Estado, con lo que se colocó en otra pista.
Hoy en día nadie lucha por implantar o vender un régimen socialista, pero eso no impide que existan vestigios del pasado que se sostienen en modelos e ideologías de probada ineficacia. Es el caso de países como Venezuela, Cuba o Nicaragua, en donde el principal indicador no es la certidumbre teórica o ética del modelo, sino la bajísima calidad de vida de los habitantes del país.
Por alguna razón, - no suficientemente explicada por los estudiosos ni entendida por los políticos – los partidos políticos y sus operadores han caído de la gracias de sus poblaciones y han generado un descrédito de la política en un gran número de democracias. Nadie puede garantizar hoy en día que la democracia sea la mejor forma de gobierno.
Hace cincuenta años el mundo era bipolar. La Unión Soviética se derrumbó y Rusia - lo que quedó de la gran potencia-, se convirtió nominalmente en una democracia. Para muchos esto marcaba el inicio de una era de democratización mundial, en cierta forma liderada por Estados Unidos. Cincuenta años después, las otrora potencias enemigas, eran gobernadas por dos políticos (Trump y Putin) más con perfil de peleador callejero que de lideres de la democracia del siglo XXI. Y ambos llegaron al poder por las urnas. La democracia tampoco garantiza la calidad de los líderes.
Esta historia pone más que en evidencia la falibilidad y fragilidad de las democracias y la ausencia de certidumbre en relación con su continuidad. Nada ni nadie puede garantizar la continuidad democrática, salvo la propia institucionalidad democrática.
Hoy en día la mejor manera de romper con la senda de la democracia no es con la desaparición de sus instituciones sino con asegurar su control. Mediante chantaje, prebendas o presiones, subyugar al legislativo, al poder judicial, a los órganos electorales, a la prensa, a las organizaciones de la sociedad civil y al sector privado.
En México estamos en la peligrosa senda del desmantelamiento de las instituciones democráticas, reducidos niveles de tolerancia y bajos márgenes de legalidad por parte de la autoridad. Ahí nos ha colocado el gobierno de la 4T. No somos la Rusia de Putin ni la Venezuela de Maduro, pero estamos lejos de parecernos a Uruguay o a Nueva Zelanda. Nos espera una larga lucha - que transita por los medios de comunicación y la libertad de prensa – para retomar la senda y recuperar nuestro futuro democrático. Lo que no hagamos los mexicanos por nuestra democracia y nuestra libertad, no lo hará nadie más.