México ha construido su competitividad sobre una ecuación conocida: ubicación geográfica privilegiada, apertura comercial y mano de obra competitiva. Esa fórmula nos permitió integrarnos a las cadenas globales de valor y convertirnos en una potencia exportadora. En 2024, el país alcanzó un récord histórico de 617 mil millones de dólares en exportaciones, según el INEGI, un crecimiento de 4.1 % respecto a 2023. Fue un año sólido: las exportaciones no petroleras avanzaron 5.2 %, impulsadas por la industria automotriz y electrónica, mientras las petroleras cayeron 14.4 %.

Estos números confirman que México sigue siendo un actor relevante en el comercio mundial. Pero también exponen una paradoja: exportamos más que nunca, y sin embargo, seguimos dependiendo de un modelo productivo basado en manufactura, no en conocimiento. La verdadera riqueza del siglo XXI ya no se mide en contenedores, sino en patentes, algoritmos y propiedad intelectual.

Mientras países líderes destinan recursos significativos a investigación y desarrollo, México invierte apenas 0.31 % del PIB en Investigación y Desarrollo, de acuerdo con la OCDE. El contraste es abrumador: Corea del Sur destina 4.9 %, Estados Unidos y Finlandia alrededor del 3.4 %, y el promedio de la OCDE es de 2.7 %. En términos absolutos, México gasta unos 7,500 millones de dólares al año en ciencia y tecnología, mientras Corea del Sur —con la mitad de nuestra población— invierte más de 120 mil millones.

No se trata solo de cifras, sino de estructuras. Corea del Sur fue en los años sesenta más pobre que México en ingreso per cápita. Hoy, nos duplica en riqueza y nos quintuplica en productividad. Su transformación no fue producto de la casualidad, sino de una política de Estado: inversión sostenida en educación, estímulos a la industria tecnológica y un sistema de colaboración entre universidades, empresas y gobierno. Israel siguió un camino similar. En un territorio desértico y sin recursos naturales, apostó por el talento humano. Hoy, con apenas nueve millones de habitantes, cuenta con más de 6,000 startups activas y más de 400 centros de I+D de multinacionales.

México, en cambio, continúa en la trampa de la manufactura barata. Según la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, la gran mayoría de las 20 mil solicitudes de patentes anuales en México provienen de empresas extranjeras. Corea del Sur, por contraste, registra más de 230 mil patentes nacionales cada año. Seguimos ensamblando la tecnología que otros inventan.

El costo de no innovar es alto, aunque invisible. El mundo avanza hacia industrias de alto valor —energías limpias, inteligencia artificial, biotecnología, automatización—, y México no puede participar plenamente sin capacidades propias. Nuestra dependencia tecnológica implica pérdida de competitividad y de soberanía industrial. Sin innovación local, no podremos desarrollar baterías, software, ni soluciones médicas de vanguardia.

Paradójicamente, el país sí tiene talento. Cada año egresan decenas de miles de ingenieros y científicos de universidades públicas y privadas. Pero en ausencia de un ecosistema de innovación robusto, muchos terminan subempleados o emigrando. El talento existe; lo que falta es un sistema que lo canalice.

México necesita un pacto nacional por la innovación, una visión de largo plazo que trascienda los ciclos políticos y presupuestales. Alcanzar al menos 1 % del PIB en inversión en Investigación y Desarrollo hacia 2030 sería un punto de inflexión. Implicaría fortalecer las universidades, incentivar la participación privada, crear fondos de capital de riesgo y fomentar la colaboración entre academia, industria y gobierno. En paralelo, urge una política educativa que priorice ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas como columna vertebral del desarrollo.

En 2024, las exportaciones mexicanas fueron un reflejo de fortaleza, pero también una advertencia. Seguimos creciendo gracias al esfuerzo productivo, no a la innovación. Si queremos mantenernos competitivos en el mundo que viene, debemos dejar de medir nuestro éxito por el número de fábricas que abrimos y comenzar a medirlo por la cantidad de conocimiento que generamos.

Como escribió Peter Drucker, “la mejor manera de predecir el futuro es crearlo”. El futuro de México no se decidirá en la planta de ensamblaje, sino en el laboratorio, el aula y la startup. Si no hacemos de la innovación una política de Estado, seguiremos trabajando para los sueños tecnológicos de otros. Es hora de construir los nuestros.

@LuisEDuran2

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