No podemos permanecer indiferentes ante tantas formas de violencia que laceran el rostro de esta sociedad. —Papa Francisco

Durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador (2018–2024), la relación entre el gobierno federal y la Iglesia católica se tensó como no se había visto en décadas.

Aunque el presidente se declaró respetuoso de las creencias religiosas, su trato hacia los sacerdotes críticos fue de desdén, ironía o francamente de rechazo.

En un país atravesado por la violencia, los ministros de culto alzaron la voz para señalar el abandono del Estado. Y el Estado les respondió con descalificaciones.

Uno de los episodios más dolorosos y simbólicos fue el asesinato, en junio de 2022, de los sacerdotes jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora dentro de una iglesia en Cerocahui, Chihuahua, a manos de un criminal conocido como “El Chueco”.

La ejecución provocó un sismo moral. El padre Javier Ávila Aguilar, uno de los más activos en la defensa de derechos humanos, le habló directamente al presidente:

“Presidente: su estrategia ha fracasado. Deje de minimizar la violencia”.

La respuesta de Palacio Nacional no fue un gesto de duelo, sino una serie de reproches. López Obrador acusó a sectores de la Iglesia de hipocresía, de querer militarizar al país y de tener “tintes conservadores”. En vez de escuchar, eligió estigmatizar.

Las denuncias de sacerdotes y obispos se multiplicaron. El obispo Salvador Rangel, en Guerrero, reconoció públicamente que se había reunido con líderes del narcotráfico para evitar masacres.

Lo hizo, dijo, porque el Estado simplemente no estaba. En Zacatecas, el obispo Sigifredo Noriega alertó sobre la extorsión y secuestro de clérigos. Incluso una figura cercana al oficialismo, como el padre Alejandro Solalinde, denunció en 2021 la corrupción en el Instituto Nacional de Migración.

La Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) fue más allá. Emitió comunicados, organizó jornadas nacionales de oración y cerró el sexenio con una frase contundente:

“Se ha normalizado el horror. No podemos callar ante los muertos y los desaparecidos”.

A cambio, recibió de López Obrador una consigna: que hablaran más de amor y menos de política.

El saldo de esta relación hostil es dramático: al menos nueve sacerdotes asesinados, templos controlados por el crimen organizado, comunidades religiosas bajo amenaza, eclesiásticos obligados a pactar con criminales para proteger a sus feligreses.

El primer sexenio de la Cuarta Transformación será recordado no sólo por la expansión del narco o el fracaso de la estrategia de “abrazos, no balazos”.

También por haber despreciado a quienes, desde el púlpito, clamaron por paz, justicia y verdad. Por haber ignorado el grito de quienes viven y mueren entre los escombros del Estado, mientras triunfa la violencia.

Los sacerdotes no buscaron protagonismo, buscaron respuestas.

No se enfrentaron al Presidente por gusto, lo hicieron por deber moral. Y en un país donde la violencia se volvió paisaje, la palabra profética no vino del gobierno, sino de quienes decidieron no callar.

Porque lo verdaderamente doloroso no es que los sacerdotes hablaran. Es que el gobierno nunca quiso escuchar.

@LuisCardenasMX

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