El ser humano está siempre en condición de anhelo, en una búsqueda incesante por crecer. El Papa Francisco encarnó ese espíritu de constante crecimiento, de apertura al otro y salida al encuentro. Un jesuita hasta la médula, con un corazón en permanente peregrinar.
Francisco ejercitó el diálogo como pocos. Su palabra, lejos de imponer o confrontar, era “desarmante”, como ha dicho Gianni Valente. En su hablar y escuchar, comprendió que las grandes revelaciones espirituales sólo cobran sentido cuando se comparten, cuando se inscriben en una comunidad. Sabía con quién hablar y, sobre todo, de qué hablar. No se perdió en disputas estériles ni en laberintos argumentativos ajenos a la vida real; en cambio, regresó a la sencillez radical del Evangelio: amar, servir y caminar junto a las y los demás.
Fue un hombre profundamente atento a los debates de su tiempo. No le eran ajenos los dilemas éticos de la tecnología, los derechos humanos o el futuro del planeta. Hizo del cuidado de la Casa Común una prioridad de su pontificado. En la encíclica Laudato Si’ insistió en que la crisis ecológica es también una crisis social y que la degradación del medio ambiente es inseparable de la exclusión de los pobres. En una época marcada por la indiferencia, insistió en que la Iglesia debe ofrecer una voz crítica y esperanzadora frente a los desafíos del presente.
Ignacio de Loyola decía que el amor debe manifestarse más en obras que en palabras, y Francisco hizo de esta máxima su guía y estilo de vida. Para él, la fe es compromiso y movimiento: es la disposición por salir de la comodidad para abrazar la realidad concreta de las personas, especialmente las que sufren. Las y los descartados, como él decía: migrantes, víctimas, personas pobres o privadas de su libertad.
La actual crisis de liderazgo en el mundo, marcada por el autoritarismo y la posverdad, demanda líderes capaces de discernir y dispuestos a dialogar. Personas comprometidas a actuar con justicia, guiadas por pautas de empatía profunda. Francisco fue ejemplar en ese sentido: mostró que un líder auténtico no se alimenta de la imposición de su voz, sino que escucha, acoge y construye con el otro.
Nunca olvidaremos su sencillez, que constaté en un par de audiencias a las que tuve el enorme privilegio de asistir. Era un hombre ajeno a la pompa y el boato. Más aún: a pesar de la inmensidad de su responsabilidad, reconocía sus debilidades y las abrazaba con humildad.
Una de las mujeres que lo educó en su infancia nos dejó una imagen imborrable: era el arzobispo que llegaba en autobús de línea, sin secretario ni acompañantes, para tomar un té con las religiosas que rezaban por él. Siempre que podía, incluso siendo mayor, regresaba en autobús a visitarlas, manteniendo ese vínculo de gratitud.
Algunas imágenes suyas han quedado grabadas en la historia. Su figura en la Plaza de San Pedro la noche del Cónclave, envuelto en un abrigo oscuro, casi anónimo entre la multitud; su rostro en el metro de Buenos Aires, entre la gente; sus manos lavando los pies de reclusos durante el Jueves Santo; o sus pasos en los campos de refugiados, llevando consuelo a quienes lo han perdido todo.
Su elección del nombre Francisco no fue casual. Al igual que San Francisco de Asís, quien renunció a la riqueza para servir a los más necesitados, el Papa Francisco creyó en el camino de la humildad.
Rechazó el apartamento pontificio en el Palacio Apostólico y optó por residir en un departamento común. Sustituyó el trono de oro por una silla de madera, y, en lugar de la estola roja bordada en oro, prefirió una más sencilla.
Francisco nos deja el testimonio de una vida en diálogo con Dios y con los olvidados. Nos enseña que la fe no es una voz que impone, sino una conversación que transforma. En su ejemplo encontramos una invitación a seguir caminando, a salir al encuentro: un recordatorio a mantener la luz de la esperanza en tiempos de oscuridad pues, como escribió, la esperanza no defrauda.
Gracias por tanto, hermano Francisco. Ya nos encontraremos al final del camino.
Rector de la Universidad Iberoamericana CDMX.