Fue en la reconstrucción de la Inglaterra de la segunda postguerra mundial donde nació el estilo arquitectónico “brutalista”. Se trató de grandes edificaciones donde los materiales esenciales -el concreto y el acero- quedaban al desnudo, sin recubrimientos que mitigaran su dureza.

Hoy la política exterior anunciada por el presidente electo norteamericano Donald Trump puede definirse como una de esencia brutalista. Y ese brutalismo puede ser visto y explicado en parte como resultados de una guerra, la “guerra fría” ganada por Estados Unidos y que le permite hoy a Trump anunciar urbe et orbique se propone dejar al desnudo la esencia del poder de su país y prescindir de velos pudorosos como el respeto de la soberanía de países débiles o la supuesta igualdad entre las naciones. El discurso de Trump advierte que va a intentar imponer sus prioridades al resto del mundo empezando por Canadá, México y Panamá.

Hubo un tiempo en que la interpretación dominante en Washington sobre la naturaleza de su relación a México era otra, una que partía de suponer que el interés prioritario de Estados Unidos respecto del vecino del sur era obtener ganancia territoriales o ventajas económicas pero a partir de los 1930 empezó a cambiar, cuando vio que era necesario blindar al continente americano, particularmente a su parte norte, de la presencia o influencia nazi primero y soviética después. Para ello buscó ganar por “las buenas” la colaboración de las élites y la simpatía de una opinión pública mexicana tradicionalmente recelosa de las intenciones de los gobiernos de Washington

Desde Franklin Roosevelt y Harry Truman, la política de la gran potencia hacia México no sería ya de “suma cero” sino supuestamente de ganar-ganar. Esa “Buena Vecindad” prolongada intentó superar la arraigada desconfianza mexicana generada a partir de la anexión de Texas y la guerra del 47, más las tensiones fronterizas de finales del siglo XIX y las generadas a raíz del nacionalismo de la Revolución Mexicana. La política de “Buena Vecindad” inaugurada por los 1930 desembocó en una alianza formal México-Estados Unidos durante la II Guerra Mundial y en una informal después.

Durante la “Guerra Fría” entre Estados Unidos y la Unión Soviética (1947-1991), Washington continuó moderando sus impulsos imperiales frente a ciertas acciones y posicionamientos nacionalistas, básicamente simbólicos, con los gobiernos mexicanos que buscaban reafirmar su legitimidad interna. Los ejemplos de estas muestras de independencia relativa mexicana incluyeron auspiciar en 1959 una gran exposición industrial soviética y recibir al vicepresidente del Consejo de Ministros de la URSS, Anastás Mikoyán, mantener relaciones diplomáticas con la Cuba de Fidel Castro, acercarse a países que buscaban escapar de la bipolaridad como la Yugoslavia de Tito o la India de Nehru, reprobar el golpe de Estado auspiciado por Washington contra el socialista Salvador Allende y otras.

La contraparte a esta independencia mexicana fue una política interna de discreto pero muy efectivo anticomunismo. En reciprocidad Washington siempre calificó de democrático al régimen autoritario del PRI y sus represiones violentas de movimientos como los estudiantiles de 1968 y 1971 o la “guerra sucia” de los 1970, no fueron tomados en cuenta por las autoridades ni los medios en Estados Unidos. No obstante este entendimiento de fondo, el vecino del norte no dejó de poner de tarde en tarde en aprietos al gobierno mexicano. Por ejemplo, una vez que se consideró que la economía norteamericana ya no requería de tanta mano de obra mexicana contratada como efecto de la 2ª guerra mundial, el gobierno de Dwight Eisenhower en 1954 procedió a una deportación masiva de “espaldas mojadas” que afectó a más de un millón de mexicanos.

Ya sin la Guerra Fría, poco a poco Estados Unidos dejó de sentirse obligado a dar un apoyo incondicional a la estabilidad autoritaria mexicana, aunque todavía pasó por alto el fraude electoral de 1988 y en aras de la globalización aceptó firmar el TLCAN. Sin embargo, desde entonces los encargados de las relaciones con México en la Casa Blanca empezaron a tomar distancia del régimen priista cada vez más desacreditado y ya no se alarmaron por el levantamiento neozapatista en Chiapas. Tampoco actuaron como lo habían hecho en Guatemala en 1954 o en Chile en 1973 cuando un partido de izquierda, Morena, fue ganando terreno y superando fraudes electorales hasta imponerse en las urnas y ganar la presidencia en 2018.

Andrés Manuel López Obrador, el primer presidente de izquierda en México después de Lázaro Cárdenas, logró construir una relación aceptable con el primer gobierno de Trump. Sin embargo, el “trumpismo recargado” que va a retornar ahora a la Casa Blanca da muestras de una mayor agresividad contra México y pareciera tenerle ya sin cuidado el efecto negativo que pudiera tener aquí el brutalismo político que anuncia y que cuenta con un fuerte apoyo del electorado de derecha al norte del Bravo.

Innegablemente un aumento sustantivo de aranceles a los bienes procedentes de México o el impacto de una deportación masiva de trabajadores indocumentados generarían una enorme presión sobre la economía mexicana Y la amenaza de acciones armadas unilaterales armadas contra cárteles de la droga en territorio mexicano haría aún mas relativa nuestra soberanía y debilitaría al nuevo régimen.

Ante la amenaza que representa la gran potencia vecina tripulada por un trumpismo recargado, la mejor defensa está en el ámbito interno y lo primero es contar con gobiernos de legitimidad incuestionable. Eso ya lo logramos tenemos pero no es suficiente. También requerimos de una gobernanza eficiente, libre de corrupción y que tenga el control efectivo de todo el territorio más una economía autosuficiente en áreas estratégicas como la energía y la autosuficiencia alimentaria. En fin, es claro que nuestra mejor defensa contra las amenazas que se avecinan es una buena política y administración internas, pero en esa materia aún tenemos grandes déficits y el tiempo corre en contra.

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