De las veinte propuestas de reformas a la constitución que el presidente Andrés Manuel López Obrador ha enviado al congreso, la primera se refiere al reconocimiento de los pueblos y comunidades indígenas y afromexicanos ya no como meras “entidades de interés público” sino como “sujetos de derecho público” para, entre otras cosas, reconocer formalmente sus sistemas normativos, su patrimonio comunitario, establecer como uso legal y cotidiano sus lenguas —núcleo duro de su identidad—, la obligación de las instancias de gobierno de consultarles antes de poner en marcha obras que les afecten en tanto comunidad y, en fin, dispensarles atención preferencial como una forma de resarcirlos —parcialmente, desde luego— por el daño que se les ha infligido desde la época colonial.
Para aquilatarla plenamente el sentido de la propuesta conviene remontarnos al origen del Estado nacional mexicano. Los primeros estados modernos se formaron en Europa a partir del siglo XV, cuando una fuerza en principio local —los reyes católicos en España, por ejemplo— tuvo el poder suficiente para subordinar a los señoríos que le rodeaban y pudieron organizar ejércitos y burocracias permanentes que les permitieran recabar impuestos y administrar territorios relativamente amplios, con fronteras defendibles y reconocidas. Este proceso de centralización política europeo alentó la formación de un sistema económico capitalista y con vocación global.
El recién formado Estado español se organizó como un imperio trasatlántico donde a la Nueva España se le consideró un reino dependiente del soberano español. Para lograr el vasallaje y control de las sociedades originales en sus dominios americanos los conquistadores españoles recurrieron lo mismo a la violencia extrema que a la negociación. En cualquier caso es claro que algunas de esas sociedades sometidas, empezando por la mexica, poseían ya los atributos de auténticas naciones: densidad demográfica, gobierno organizado, estructura social y económica, ejército, control sobre el territorio, etc.
La política colonial puso fin o limitó algunos de los rasgos de las estructuras nacionales o cuasi nacionales de las comunidades indígenas mexicanas pero otros sobrevivieron. Con la independencia el peso del Estado español desapareció pero de inmediato surgió otro: el Estado nacional mexicano. Sin embargo, la fuerza inicial de este Estado fue escasa y su desorganización y contradicciones fueron tantas que en varias coyunturas casi dejó de existir. En el medio siglo que siguió a la independencia de México las comunidades indígenas ganaron, de facto, su independencia o casi. El caso más notable pero no único fue el de los mayas. Sin embargo, con el triunfo de las armas del partido liberal, la restauración de la República (1867) y la conformación del régimen porfirista, un Estado mexicano fortalecido cortó de tajo la viabilidad de los embriones de nación de mayas, yaquis y otros grupos, así como las prácticas autonómicas de pueblos y comunidades indígenas y afromexicanas que entonces tomaron forma.
La red ferroviaria porfirista, el ejército y los cuerpos de rurales de la federación y de los estados, lograron una centralización efectiva y el Estado nacional mexicano empezó a dejar de ser una entidad fantasmagórica y a convertirse en realidad. Pero en este proceso el gobierno central aplastó a sangre y fuego los casos más avanzados de organización autónoma de pueblos y comunidades indígenas —en especial cuando sus territorios cobraron importancia para la expansión de empresas netamente capitalistas— y en otros casos bastó con la amenaza del uso de la fuerza para disminuir o anular las aspiraciones a la soberanía. La Revolución Mexicana volvió a dejar a México por un tiempo sin un Estado efectivo pero las tendencias centralistas retornaron con más fuerza para dar forma a una presidencia sin contrapesos que, en la práctica, tuvo muy poco interés o incentivos para aceptar un margen significativo de autonomía política o cultural de las comunidades indígenas o afromexicanas.
Hoy el péndulo de la política del gobierno y de la actitud de la sociedad mexicana mayoritaria en este tema de las comunidades se mueve en el sentido de aceptar la validez del reclamo de espacios más amplios para el ejercicio de una autonomía relativa en materia política, cultural y económica que ya no pone ya en peligro la seguridad o el interés nacional y si, en cambio da contenido a una pluralidad cultural mexicana que se ha mantenido viva pese a represiones, discriminación e indiferencia de cinco siglos.