En Zirahuén la presidenta Claudia Sheinbaum afirmó contundente “¡Que nadie se atreva a violar la soberanía de México!” Y es que en el ambiente internacional creado por el presidente Donald Trump ese tipo de discurso se justifica, pero conlleva costos.

Los mexicanos en tanto ciudadanos de un país sin muchos elementos de “poder duro” -ejército, economía fuerte y de punta, estructura institucional eficaz- y con una historia muy difícil en relación con la gran potencia vecina, debemos estar eternamente conscientes de lo que implica defender la soberanía nacional en un contexto dominado desde siempre por la política del poder.

Idealmente, la soberanía de un Estado nacional puede definirse como la capacidad de su sociedad y de su gobierno de diseñar y poner en marcha su propio proyecto político sin que ningún otro país o poder externo se las imponga o las vete. Esto significa tener la capacidad de elaborar y hacer efectivas las decisiones tomadas por sus máximas instituciones de gobierno sin tener que requerir de la aquiescencia de otros factores externos.

Históricamente en el sistema internacional la capacidad de autonomía de los estados débiles e incluso de potencias medias ha sido difícil de sostener en circunstancias críticas, pues siempre y en cualquier época, las grandes potencias han buscado limitar por las buenas o por las malas la independencia de aquellas naciones que se encuentran en su zona de influencia militar o económica. Sin embargo, el estado nacional por escasos o limitados que sean sus elementos de soberanía no debe renunciar a la pretensión de soberanía pues de lo contrario se convierte en una entidad dependiente, en un vasallo.

En coyunturas extremas, cuando ya se han perdido los elementos tangibles de poder, su última trinchera reside en la voluntad de una colectividad nacional a no renunciar a su derecho a mantener su identidad y autodeterminación. Y es en esas situaciones (¿críticas?) cuando se aprecia el muy alto costo que puede implicar la obstinación colectiva en sostener su soberanía. Actualmente el caso de los palestinos es un ejemplo dramático, extremo, de la persistencia de la voluntad de una sociedad de sostener su derecho a ser soberana. Pese a la destrucción casi total de su infraestructura material, al hambre generalizada, a la muerte por decenas de millares de civiles absolutamente indefensos. Y sí, en medio de la destrucción casi total de Gaza, académicos palestinos ya discuten la voluntad de la sociedad palestina de sobreponerse a la brutal destrucción de Gaza y a los inaceptables planes imperiales del Washington de Donald Trump de borrar por completo la posibilidad misma de la reemergencia de un Estado palestino. Está por verse si la voluntad de los sobrevivientes palestinos y sus planes de reemerger de entre las cenizas pueden sobrevivir a la fuerza de la “real politik” imperial en el Medio Oriente, personificada por Trump y Netanyahu.

Es extremo y chocante el contraste entre la determinación palestina de sostener su derecho a la construcción de un Estado propio y la propuesta de los Estados Unidos de Trump que se dicen dispuestos a usar los muchos recursos a su alcance para hacerse del dominio del territorio de Gaza y levantar ahí un resort, una ¡una Riviera del Medio Oriente! que sepulte para siempre las centenarias raíces palestinas. Dicho proyecto ha sido calificado por el veterano periodista y conocedor del Medio Oriente, Thomas Friedman, como “la iniciativa de paz en el Medio Oriente más idiota y peligrosa formulada por un presidente norteamericano” (The New York Times. 11/02/25)”.

El plan de Trump para Palestina es ejemplo perfecto de la concepción extrema de la soberanía de una superpotencia. En nombre simplemente de su voluntad y respaldado por sus instrumentos de poder, Estados Unidos ha optado por no dar cuenta de sus decisiones y acciones en Palestina o en cualquier otra parte del mundo sin tomar en cuenta a los afectados y aun cuando la comunidad internacional cuestione su total falta de legitimidad y de respeto al derecho internacional. La brutal soberbia imperial de Washington ha llegado al punto de desconocer y amenazar con represalias a la mismísima Corte Internacional de Justicia por pretender llamar a cuentas por sus acciones en Gaza a un aliado de Washington: Benjamín Netanyahu.

Pero volvamos a México. En 1994 nuestro gobierno buscó la firma de un tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá para resolver la crisis de un modelo económico que ya no parecía viable -la industrialización basada en el mercado interno. Uno de los costos para México del tratado fue justamente el disminuir notablemente su capacidad de autonomía económica. Y ahora es la soberanía mexicana la que está en problemas porque el 80% de las exportaciones mexicanas van hacia Estados Unidos. Trump anunció que castigará con altas tarifas a ciertas importaciones de México si nuestro país no cumple con sus exigencias en materia de migración indocumentada y combate al narcotráfico.

El aparentemente bajo costo de salir de una grave crisis económica en 1982 uniendo nuestra economía a la norteamericana mediante el TLC-TMEC, hoy muestra que en realidad fue sumamente costoso y que se paga con una dependencia que disminuye nuestra soberanía.

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