La discusión que desde hace un par de años se tiene en nuestro país sobre la pertinencia, necesidad y regulación de la prisión preventiva oficiosa (PPO) es absolutamente contraria a los derechos humanos, al menos por dos razones.

La primera, de tipo conceptual, implica que esa figura es flagrantemente contradictoria con el derecho a la presunción de inocencia que opera en favor de las personas hasta en tanto no se les haya dictado una sentencia firme que establezca su responsabilidad penal por la comisión de algún delito.

Que quede claro, la figura de la prisión preventiva (no oficiosa) es consustancial al estado de derecho en la medida en que la que hay ocasiones en las que se vuelve necesario que el imputado siga su proceso bajo detención (como cuando la peligrosidad de esa persona, el riesgo fundado de que pueda fugarse, o que la libertad del presunto responsable suponga un peligro para la víctima o su entorno, entre otras circunstancias, así lo justifiquen).

Pero en toda democracia constitucional que se respete, es una responsabilidad del Estado argumentar y demostrar que la detención del imputado mientras dure el proceso penal es indispensable. La prisión preventiva oficiosa es delicadísima porque releva al Estado de esa obligación fundamental y de manera automática se aplica a ciertos delitos sin importar la condición personal del acusado ni la mencionada presunción de inocencia que tiene como derecho.

La segunda es una razón mucho más concreta: la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH) ya sentenció en 2022 que la PPO (introducida en nuestra Constitución en 2008, ampliada en 2019 y nuevamente expandida hace unos días) y el arraigo son figuras contrarias a la Convención Americana sobre Derechos Humanos y por lo tanto ordenó al Estado mexicano a modificar nuestro orden constitucional para eliminar esas figuras.

Así, eliminar la PPO ya no es un asunto que deba discutirse en su pertenencia, como falsamente se pretende todavía, sino de acatamiento a una sentencia que es vinculante para nuestro país si no se quiere incurrir en una responsabilidad internacional.

En su momento, quien fuera secretario de Gobernación, de manera inusitada e insensata, en un arranque de nacionalismo chafa, dijo que México no estaba obligado a acatar una sentencia de un tribunal extranjero que no podía estar por encima de lo que establece nuestra Constitución, olvidando que México, en ejercicio de su soberanía, decidió aceptar la competencia de la CoIDH en 1998 volviendo su jurisdicción obligatoria para nosotros.

Más tarde, su sucesora en el cargo mintió abiertamente señalando que si la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que aún debe pronunciarse sobre el modo de acatar la sentencia internacional, convalidaba la inconvencionalidad de la PPO el Estado se vería obligado a liberar a más de 60 mil presuntos delincuentes que hoy están detenidos bajo esa figura, poniendo en grave riesgo la seguridad de la sociedad. Se trata de una falsedad, repetida desde entonces hasta el cansancio, porque la eliminación de esa figura lo único que implicaría es que las fiscalías tendrían que justificar y probar, caso por caso, por qué quienes hoy están detenidos bajo esa figura tendrían, por su peligrosidad o circunstancias particulares, que permanecer en prisión preventiva mientras dura su juicio. Es decir, lo que se elimina es la oficiosidad, no la prisión preventiva, porque es aquella lo que la vuelve contraria a los derechos humanos.

Hace un par de días, el Congreso acaba de hacer la declaratoria de validez de un cambio constitucional que, lejos de eliminar la PPO, amplía el catálogo de delitos que la ameritarán a partir de ahora. Esa reforma, por lo demás fue aprobada por una amplia mayoría de legisladores pertenecientes no sólo al oficialismo que ha demostrado con creces su desprecio por los derechos humanos (recordemos que AMLO, su santón, llegó a decir, en el colmo del cinismo, que esos derechos, y el feminismo, eran invenciones del neoliberalismo para desviar la atención sobre el tema de la desigualdad y la pobreza), sino también por muchos legisladores de oposición que atendieron el llamado de algunos gobernadores de sus partidos que, con el pretexto del combate a la inseguridad, ven con buenos ojos esa figura.

La prueba de que, en su frenética marcha al autoritarismo, el morenismo no camina sólo.

Investigador del IIJ-UNAM.

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