Los partidos políticos y los parlamentos son dos instituciones centrales de toda democracia. De hecho, junto con la división de poderes y el reconocimiento y garantía de los derechos humanos constituyen los cuatro pilares fundamentales sobre los que se sustenta institucionalmente el entero edificio democrático y hace que, sin ellos, esa forma de gobierno sea simple y sencillamente impensable.
Los partidos son la principal forma de organización política de los ciudadanos que ha traído consigo la modernidad, puesto que les permite su acción colectiva en el ámbito público a partir de un conjunto de principios, ideologías y programas comunes. Se trata de instituciones que permiten la integración de representación política y que, en consecuencia, les permite a los ciudadanos el acceso al ejercicio del poder público tal como lo reconoce nuestra Constitución desde 1977 al definirlos por ello como “entidades de interés público”.
En las sociedades de masas, como son las contemporáneas, resulta imposible que, salvo excepciones, los ciudadanos en lo individual tengan la capacidad de incidir en las decisiones políticas, por lo que los partidos actúan como los cuerpos intermedios que articulan las acciones colectivas que les permiten tener peso en la esfera pública.
Por otra parte, los parlamentos son los espacios de toma de decisión más importantes en los sistemas democráticos pues, al ser los depositarios del poder legislativo, son la institución responsable de tomar las decisiones colectivas que, en cuanto leyes, se vuelven vinculantes para todos los miembros de una sociedad. Su carácter colegiado —la teoría de la división de poderes implica que los órganos legislativos no pueden recaer en una sola persona— permite, además, que en los mismos tengan cabida representantes de todas las posturas políticas relevantes de una sociedad y, por ello, puedan reflejar el pluralismo existente en la misma permitiendo concretar la idea democrática que supone la inclusión de la diversidad política e ideológica en el proceso de toma de las decisiones colectivas.
La centralidad que tienen los partidos y los parlamentos en el funcionamiento de las democracias implica, por lo tanto, que el buen estado de salud de esta forma de gobierno depende directamente del que gozan aquellas instituciones. Cuando el sistema de partidos es precario, excluyente o las condiciones de la competencia electoral son desiguales e inequitativas, o cuando los parlamentos no reflejan adecuadamente la pluralidad política o están subordinados políticamente a los gobiernos, la calidad de esa democracia se reduce o incluso se desvanece.
Buena parte de los problemas que hoy enfrentan los sistemas democráticos en el mundo están directamente relacionados con la crisis de credibilidad que aqueja a los partidos y a los parlamentos y que, en mayor o menor medida, se presenta como un fenómeno generalizado presente tanto en las democracias consolidadas como en las emergentes.
El asunto no es menor, porque el debilitamiento de esas instituciones se traduce inevitablemente en la potenciación de dos fenómenos que favorecen, en contrapartida, a las tendencias autoritarias que se expanden como parte de los actuales procesos de autocratización que se viven en el mundo.
Por un lado, la crisis de los partidos políticos beneficia a los procesos de personalización de la política que provocan que tengan más peso y relevancia para la vida pública los liderazgos individuales que las instituciones. Por otro lado, la crisis de los parlamentos provoca una natural tendencia al reforzamiento de los ejecutivos y, en consecuencia, abona en favor de los procesos de centralización del poder en los gobiernos.
La gran paradoja que vivimos en México es que precisamente el discurso antipartidos y de descalificación del Congreso se gestó y se reprodujo en los gobiernos emanados de la transición a la democracia. Así, la noción de “partidocracia” o la descalificación de la representación proporcional, por ejemplo, son ideas que se acuñaron y se han repetido como mantra por los todos los gobiernos posteriores del PAN, del PRI y de Morena por igual.
En consecuencia, si queremos rescatar la democracia, nos toca remar contra corriente y reivindicar la centralidad que tienen los partidos y el parlamento a pesar de la mala fama que hoy padecen. Su supervivencia depende de ello.
Investigador IIJ-UNAM. @lorenzocordovav