La democracia es ante todo una construcción colectiva. Lo es en sus orígenes, pues nunca una democracia ha nacido como una concesión graciosa desde el poder ni ha caído de lo alto, sino que, invariablemente ha sido el resultado de luchas (que en ocasiones incluso han costado vidas), grandes demandas sociales (que han implicado manifestaciones y protestas públicas), así como de grandes consensos políticos (que muchas veces han derivado en profundos cambios constitucionales cuando no la expedición incluso de nuevas cartas fundamentales). Y lo es también en su funcionamiento, pues la lógica procedimental que define a la democracia requiere que todas las personas —todas, al menos idealmente— que ostentan el estatus de ciudadanía participen políticamente en los procesos de toma de las decisiones colectivas (votando, militando en los partidos, discutiendo públicamente, manifestándose y protestando, escrutando a los gobiernos, etc.).
En el caso mexicano, el origen colectivo de nuestras conquistas democráticas es más que evidente. Contar hoy con elecciones basadas en una competencia equitativa, en las que el voto se ejerce con libertad y con las debidas garantías, con procedimientos claros, ciertos, auditables y conocidos a cargo de autoridades confiables, autónomas e independientes, fue el resultado de una larga evolución que se fue concretando a través de varias reformas electorales en las que se construyeron y plasmaron amplios acuerdos entre las diversas fuerzas políticas y que recogieron las preocupaciones y demandas que tanto las oposiciones como diversas organizaciones de la sociedad civil fueron planteando.
En ese sentido, la principal característica de la construcción de la democracia mexicana es que esta fue pactada, no supuso una ruptura, sino que resultó del consenso entre el otrora partido hegemónico que ejerció autoritariamente el poder durante décadas el siglo pasado, las oposiciones y múltiples actores sociales que pugnaron por una transición en clave democrática en el acceso y ejercicio del poder público.
Visto el proceso de cambio político, en ningún ámbito se avanzó tanto como en el electoral. La construcción de nuevas reglas, procedimientos e instituciones comiciales ocupó gran parte de los esfuerzos y los resultados están claramente a la vista: si hace apenas 35 años México era un país monocolor en términos de la representación política y las elecciones eran fuente de tensiones y problemas por la manipulación que se hacía de ellas y de sus resultados desde el gobierno, hoy el nuestro es un país cruzado por el pluralismo y la diversidad política, en donde los fenómenos típicamente democráticos (alternancias, gobiernos divididos, falta de mayorías predefinidas en los congresos, etc.) son parte de la normalidad política y en donde los conflictos postelectorales son cosa del pasado.
Ahora bien, si bien la dimensión electoral fue el eje del cambio democrático no se agotó en ella el ámbito de los cambios y transformaciones. Así, el Poder Judicial se convirtió en un auténtico contrapeso de los poderes políticos, garante de la Constitución y de la regularidad del ordenamiento jurídico; la transparencia y su garantía son un derecho que se ejerce —no sin reticencias por parte de los gobiernos— cotidiana y ordinariamente; existen órganos de control y de vigilancia de los gobiernos; entre muchos otros ejemplos que demuestran que México, si bien de manera aún deficitaria y con muchos pendientes es, sin duda, una democracia constitucional.
Sin embargo, la historia enseña, de manera a veces despiadada, que la democracia no es algo que haya llegado para quedarse. Esas conquistas tan afanosamente alcanzadas pueden perderse de golpe si a la democracia no se le defiende. Y su defensa, al igual que su construcción, viene desde abajo, desde la ciudadanía que es su principal beneficiaria.
El poder, por su propia naturaleza, tiende a su concentración y al abuso; por eso a la democracia hay que defenderla, en primer lugar, del poder mismo que se asienta y nutre de la democracia —ese es, no sin cierta paradoja, su principal enemigo— y esa es una tarea que le corresponde en primer lugar a las y los ciudadanos. Hoy que la democracia vive bajo acoso de regresiones autoritarias nos corresponde a todas y todos defenderla y preservarla para no perderla.
Investigador del IIJ-UNAM.