Aunque estuvo justificada bajo el discurso oficialista de que pretendía acabar con la corrupción en el Poder Judicial, democratizar a la justicia acercándola a la gente e inyectarle un sentido social a la judicatura, en realidad la reforma judicial tuvo un propósito esencial: politizar el trabajo de los jueces alineándolos a la voluntad del oficialismo y capturar políticamente a los tribunales mediante la elección popular de sus titulares.
Por un lado, el principal objetivo fue el de purgar y depurar un poder cuyos miembros tuvieron la impertinencia de recordarle al gobierno y a su mayoría parlamentaria que la ley sí es la ley, que el poder político en una democracia, más allá de estar sustentado y legitimado por el voto de los electores, no es absoluto y tiene que ajustarse a límites, reglas y procedimientos y también que los derechos fundamentales de las personas no pueden conculcarse arbitrariamente. Ahí se encuentra la verdadera explicación y sentido de una reforma que fue hecha para cobrarle la factura y castigar a quienes, desde una postura de autonomía frente al poder, actuaron frente a este como contrapeso, cercenando sus carreras y expulsándolos de la judicatura.
Con el pretexto de que ahora los jueces deben ser electos, en efecto, lejos de fortalecerse la independencia judicial ésta va a erosionarse. Ello es así porque las elecciones son un instrumento democrático para designar a representantes políticos a partir de las preferencias de las y los ciudadanos. Por eso los órganos políticos del Estado, el Legislativo y el Ejecutivo, en las democracias son elegidos popularmente (directa o indirectamente según el caso), porque en estos se expresan las diversas posturas políticas existentes en la sociedad.
El Poder Judicial, por el contrario, no está, ni debe estar, integrado por representantes populares. Los jueces no cumplen la función de representar los intereses de sus electores (aunque sean la mayoría), sino la de garantizar a todas y todos (mayorías y minorías) la aplicación imparcial de la ley. Si un juzgador se debe a las mayorías que los eligieron, las minorías quedan, consecuentemente, desprotegidas en términos de la garantía de sus derechos. Esa, he insistido reiteradamente, es la razón por la que en las democracias constitucionales la regla es que a los jueces no se les elige, sino que se les designa a partir de sus aptitudes, méritos y conocimiento de la ley.
Además, este proceso electoral es una auténtica simulación en términos democráticos porque no cumple con los estándares mínimos de certeza e integridad que durante décadas fueron construyéndose como garantías de elecciones auténticas en nuestro país. Aunado a ello, la inédita complejidad que tiene el acto de votar (que, por definición, debería ser sencillo) a través de boletas nuevas ininteligibles para la mayoría de las y los ciudadanos; el desconocimiento de los cargos a elegir y de cuáles son las responsabilidades que tendrán; así como la casi total falta de información sobre quienes son las y los candidatos, sus trayectorias y sus propuestas, hacen que el voto sea más un ejercicio de azar que un acto consciente y razonado. Legítimamente cabe preguntarse, ¿bajo esas condiciones, realmente el voto será libre? ¿Los electores estamos más empoderados ahora? La respuesta es clara: no.
Para confirmar lo anterior, está la proliferación, a unas semanas de la votación, de listas de candidaturas afines al oficialismo que, desde cuentas cercanas al gobierno y su partido o de figuras más o menos prominentes dentro de los circuitos del poder, se circulan promoviendo el voto en bloque por los perfiles que le conviene al morenismo (o a sus tribus).
Por otro lado, la reforma también le sirvió al gobierno y su partido para retribuir el sumiso vasallaje al que algunos se redujeron. Así, la Sala Superior del TEPJF que tan bien ha servido en el último par de años a los intereses del partido en el poder, gracias a la condescendiente mayoría de las tres magistraturas que la gobierna, se convirtió en el único órgano de la justicia del país cuyos miembros no fueron removidos por la reforma, sino que ésta incluso los recompensó extendiéndoles el mandato por el que habían sido originalmente designados.
La judicial, más allá de su sinsentido democrático, es una reforma que además castigó la independencia y premió la subordinación.
Investigador del IIJ-UNAM X:@lorenzocordovav