Con la proximidad del Día Internacional de la Mujer, la conversación sobre el papel que juegan en la sociedad cobra una relevancia especial. Los mexicanos, por primera vez en nuestra historia tenemos una presidenta de la Suprema Corte de Justicia y a una presidenta de la República, este hecho marca un antes y un después en la vida pública y política del país. Sin embargo, si bien en muchas civilizaciones la mujer ha sido excluida de los espacios de decisión, la historia nos enseña que en otros tiempos y lugares, su presencia en el poder no solo fue aceptada, sino que también resultó en gobiernos prósperos y visionarios.

Uno de los ejemplos más notables proviene del antiguo Egipto, donde varias mujeres gobernaron con éxito como faraonas. Mientras que en Roma, Grecia o la mayoría de las culturas antiguas el acceso a una mujer a los altos mandos de gobierno estaba prohibido, en Egipto la situación fue distinta. Aunque el poder recaía tradicionalmente en los hombres, hubo mujeres que supieron imponerse y demostrar que la capacidad de gobernar no tiene género.

Cuando hablamos de faraonas, el nombre de Cleopatra suele ser el más conocido. Su historia, envuelta en intrigas políticas y relaciones estratégicas con los líderes de Roma, es ampliamente conocida. Sin embargo, otra figura igualmente poderosa, pero menos reconocida, es la de Hatshepsut. A diferencia de Cleopatra, cuyo poder estaba vinculado a alianzas con el extranjero, Hatshepsut fue una gobernante que consolidó su autoridad dentro de Egipto y llevó a su civilización a un constante período de esplendor.

Me parece relevante destacar que Hatshepsut no heredó el trono directamente. Inicialmente, solo ejercía como regente de su hijastro, que también era su sobrino, Tutmosis III, quien era demasiado joven para gobernar. No obstante, lejos de limitarse a ser solamente la cuidadora del gobernante, Hatshepsut decidió proclamarse faraona de pleno derecho. Para consolidar su legitimidad, adoptó los atributos masculinos propios del cargo, incluyendo la barba postiza y los títulos de los faraones, pero no fue un acto de disfraz, o de quererse hacer pasar por hombre, sino una estrategia para afirmar que su gobierno era tan válido y poderoso como el de cualquier hombre.

Su reinado, que se extendió por más de 20 años se distinguió por la estabilidad, el crecimiento económico y grandes obras de arquitectura. Bajo su liderazgo, Egipto llevó a cabo expediciones comerciales exitosas haciéndose de riqueza con nuevos bienes y asegurando importantes rutas comerciales. También dejó una huella imborrable en la majestuosidad del lugar con la construcción del templo mortuorio de Deir el-Bahari, una de las obras más impresionantes de esa civilización y, a más de 3,400 años de su construcción, sigue en pie.

A pesar de su brillante gestión, su legado sufrió un intento de borrado histórico. Tutmosis III, tras la muerte de la faraona y al asumir el poder, promovió la eliminación de su imagen y nombre de todos los registros, templos y monumentos. Fue un acto que buscaba invisibilizar su gobierno, no tanto como un acto de rencor, sino de miedo de creer que su gobierno no podría superar los logros de su antecesora. Aún así el tiempo logró reivindicar a la faraona como una de las más grandes gobernantes del antiguo Egipto.

Hatshepsut no fue la única mujer en ocupar el máximo cargo egipcio, antes de ella, destacadas figuras como Sobekneferu y Nitocris también asumieron el poder, y después de ella, otras como Tausert y más al final, Cleopatra, hicieron lo propio. Egipto, a diferencia de otras culturas, comprendió que el liderazgo no dependía del género, sino de la capacidad como persona para gobernar.

Más allá de las épocas y los contextos, una diferencia crucial entre el liderazgo en tiempos de Hatshepsut y la actualizad es el nivel de lealtad e identificación de los egipcios hacia sus faraones. En el antiguo Egipto, la figura del faraón no solo era la máxima autoridad, sino que encarnaba el Estado mismo. Es decir, los egipcios no se percibían como habitantes de una sociedad, hoy entendida como nación, sino como súbditos del faraón, cuya existencia y poder eran la esencia de su identidad. Esta visión tan arraigada ha llevado a muchos historiadores, como Claudia Tamariz, a señalar que en Egipto nació el concepto de Estado-Nación, entendido este “como un territorio político cuya población comparte una identidad común”. En contraste, hoy en día, el reto de cualquier gobernante, incluida nuestra presidenta Sheinbaum, es lograr una cohesión social y política en la complejidad de nuestra sociedad dividida, en la cual el poder ya no se asocia a una figura divina, sino a instituciones, un marco constitucional y legal que debe servir para garantizar el bienestar común.

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