México ha construido un andamiaje legal sólido para enfrentar la desaparición de personas: leyes generales, fiscalías especializadas, comisiones de búsqueda, mecanismos internacionales de cooperación, protocolos homologados. Sin embargo, las cifras no bajan. Desde hace más de dos décadas –con distintos gobiernos, partidos, discursos y promesas– el fenómeno no ha hecho más que agravarse, ¿Por qué?
Según el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas, más de 128,000 personas han desaparecido en México desde 1952 y no han sido localizadas. Pero la gran mayoría de estos casos han ocurrido en los últimos 18 años. Tan solo entre 2006 y 2024, se acumularon más de 100,000 desapariciones. La cifra, más que alarmante, es devastadora. Y lo más doloroso: en promedio, menos del 1% se resuelven con una sentencia firme.
No es una pregunta legal. Es una pregunta moral, institucional y, quizá, también cultural. ¿Por qué, a pesar de contar con normas que en papel garantizan justicia, la realidad sigue llena de vacíos? ¿Dónde está la falla?
Fiscalías y autoridades muchas veces asumen –sin evidencia sólida— que una persona desaparecida estaba “metida en algo”, esa suposición contamina la investigación y desincentiva la búsqueda activa.
En muchos contextos locales, las desapariciones involucran policías. Cuando hay colusión las fiscalías prefieren no tocar el expediente, ya sea por miedo, por protección o por órdenes superiores.
La incapacidad técnica o el miedo también son un factor, investigar desapariciones vinculadas con grupos criminales resulta evidentemente peligroso. La omisión se vuelve una forma de autoprotección. En zonas dominadas por el narco, investigar se vuelve casi una sentencia de muerte.
Evitar el impacto político se suma a la falla, Un caso de desaparición con vínculos comprobables al crimen organizado puede escalar políticamente y afectar las cifras de violencia. Al no investigar, no hay homicidio, ni culpables, ni estadísticas que se disparen. El costo político es menor si el expediente queda “abierto” pero inactivo.
Podríamos culpar incluso al poder político que muchas veces administra el dolor con fines electorales. Y todo eso sería cierto. Pero quizá habría que ir más al fondo.
¿No es también una falla en la educación? ¿En lo que entendemos por ciudadanía, por responsabilidad, por comunidad? ¿Qué se le enseña a un niño en casa sobre el valor de la vida ajena, sobre el dolor del otro, sobre el respeto a ley por mínima que sea? ¿Qué tipo de sociedad hemos construido que normaliza que alguien desaparezca sin dejar rastro y ya no nos escandalice?
Los psicólogos hablan del fenómeno de la disociación: una sociedad expuesta cotidianamente a la violencia, que se protege emocionalmente desconectándose del sufrimiento. Los sociólogos advierten sobre la desigualdad estructural: cuando millones de personas crecen sin derechos básicos, se rompe el pacto social y todo se vuelve posible, incluso lo impensable. Los criminólogos, por su parte, señalan cómo la impunidad prolongada genera un ecosistema fértil para repetir el delito.
Y a todo eso se suma una estrategia perversa: el crimen organizado ha aprendido que desaparecer es menos escandaloso que matar. Un cuerpo genera ruido, suma a las cifras oficiales, atrae cámaras y periodistas. Una desaparición, en cambio, es ambigua, se diluye en el silencio institucional, no suma al conteo de homicidios dolosos y por eso resulta, en términos criminales, una mejor opción.
En contraste, en países como Alemania o Canadá, las desapariciones no superan las decenas por año. La diferencia no es genética, es institucional: allá se investiga, se protege, se responde. Aquí, muchas veces, se archiva.
Quizá la raíz está en esa mezcla: instituciones débiles, cultura de impunidad, desigualdad, abandono educativo y una ciudadanía que –no por maldad, sino por supervivencia— ha aprendido a mirar hacia otro lado.
Necesitamos dejar de ser una sociedad que tolera lo intolerable. Mientras siga habiendo desapariciones, el país se seguirá deshaciendo.