La historia suele hablar con símbolos. En 1855, un joven abogado zapoteca nacido en Guelatao, Oaxaca, tomaba posesión como ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Años después, sería presidente de la República y autor de una de las reformas liberales más trascendentales del país. Hoy, a casi dos siglos de distancia, otro jurista de origen oaxaqueño, hablante de lengua indígena y defensor incansable de los pueblos originarios, encabezará el máximo tribunal del país: Hugo Aguilar Ortiz.
Más allá de su biografía –extraordinaria por sí misma– Hugo Aguilar representa un giro profundo en la fisonomía del Poder Judicial. Su llegada a la Corte no solo inaugura un nuevo capítulo en términos de inclusión y pluralidad, sino que podría marcar el inicio de una etapa donde la justicia deje de ser privilegio de élites urbanas para convertirse, por fin, en un bien común accesible para todas y todos.
Durante décadas, el Poder Judicial ha sido señalado por su elitismo, su lenguaje hermético, su distancia de la sociedad y su escasa sensibilidad hacia las realidades del México profundo, de hecho, esa fue la línea discursiva para reformarlo. Las decisiones de la Corte, más allá del derecho, siempre han parecido ajenas a los pueblos, desconectadas de sus dolores cotidianos. En ese contexto, un perfil como el de Aguilar no solo rompe el molde, sino que encarna una promesa: la posibilidad de un derecho más humano, más empático, más incluyente.
No es casualidad que esta esperanza provenga nuevamente de Oaxaca. Tierra de profundas raíces comunitarias, de asambleas, de sistemas normativos propios, Oaxaca ha sido históricamente un semillero de pensamiento jurídico alternativo. En Aguilar Ortiz se conjuntan dos mundos que hasta hoy parecían irreconciliables: el derecho tradicional –centralista, positivista y excluyente– y el derecho indígena –basado en el consenso, la reparación y la vida comunitaria–.
El reto no es menor. Actualmente la Corte enfrenta una profunda crisis empeorada por la misma reforma. Se le cuestiona por su hermetismo y lejanía con la sociedad. Pero si algún perfil puede tender puentes entre el pueblo y sus instituciones, entre el México mestizo y el México originario, entre la ley escrita y la justicia vivida, ese es el del nuevo ministro oaxaqueño.
Su origen no garantiza la transformación, pero sí ofrece una oportunidad única. No se trata de romantizar. Sino de reconocer que, si ya se reformó el Poder Judicial, no hay mejor forma que empezar que con un rostro que nunca antes había estado al frente. Que sea oaxaqueño, indígena defensor de los derechos colectivos y ajeno a las cúpulas tradicionales no es un detalle menor: es, quizás, el mayor capital simbólico que hoy puede tener la Suprema Corte.
El ministro más votado ha dejado claro que no usará toga. El gesto, aunque criticado, no es menor. Negarse a portar tal solemnidad también es una forma de recordarnos que la justicia no puede seguir viéndose como una prerrogativa exclusiva, lejana, inalcanzable. Si quiere verdaderamente reconciliar a todo un Poder Judicial con la ciudadanía, el nuevo presidente tendrá que empezar desmontando los muros simbólicos y reales que durante años separaron a la judicatura del pueblo.
Ese es quizá su mayor desafío: demostrar que la justicia puede ser cercana, comprensible, humana. Que los tribunales pueden escuchar antes que sentenciar, que la Corte puede volver a ser una institución respetada no solo por su jerarquía jurisdiccional, sino por su vocación de servicio.
Oaxaca vuelve a la Corte. Y con ella, vuelve la esperanza de que el derecho sirva –al fin– a quienes más lo necesitan.