En uno de los pasajes más profundos de la tradición filosófica romana, Cicerón escribió que la virtud es suficiente para alcanzar la felicidad. Lo hizo en plena crisis personal, tras perder a su hija, y en medio del colapso de la República. Su lección recogida de las Tusculanae Disputationes, no es una fórmula simplista para encontrar paz interior, sino una afirmación valiente: el ser humano puede ser feliz si su juicio permanece recto, incluso cuando el mundo a su alrededor se tambalea.
En México –como en muchos países marcados por la polarización, la impunidad y el desgaste institucional—parece un despropósito hablar de virtud como base de la felicidad ¿De qué virtud hablamos cuando se premia la lealtad sobre la capacidad, la narrativa sobre la legalidad, o el aplauso fácil sobre la rendición de cuentas? ¿Dónde está la virtud cuando se atropellan las instituciones en nombre del pueblo?
La reciente fricción entre la presidenta Sheinbaum y el expresidente Zedillo sobre la democracia de México, en la que se acusa al actual gobierno y a su reforma al poder judicial. El texto es objetivo pero también tardío y con cierta nostalgia tecnocrática ¿Por qué romper el supuesto silencio hasta ahora?
No se trata de descalificar su opinión. Al contrario, toda reforma que toque el corazón del equilibrio republicano –como es la elección de juzgadores– debe analizarse todo el tiempo, como en su tiempo se debió discutir el Fobaproa. Claro, el rescate bancario no es lo único por lo que se le debería recordar a Zedillo. También es justo decirlo, fue él quien consolidó la autonomía del Banco de México, el mismo que acaba de anunciar un remanente de 18 mil MDP que regresará a la Secretaría de Hacienda, aunque según la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria, al menos el 70% de esa cantidad deberá ser destinado al pago de la deuda pública. Esta es una reforma que se hizo en 2016 con Peña Nieto para evitar que estos recursos extraordinarios se usaran como gasto corriente.
Por supuesto que no quiero absolver al gobierno. Puedo estar equivocado, pero no considero que la reforma judicial traiga mayores beneficios que perjuicios. En todo caso, ese costo lo pagaremos todos, incluido el propio gobierno quién ahora tendrá que fiscalizar un poder más y asumir sus errores como propios. La política de Estado rara vez permite decisiones puras: muchas veces se elige el mal menor como en el caso del rescate bancario.
En ese contexto, la virtud de la que hablaba Cicerón adquire otra dimensión. No es la virtud del ciudadano estoico que soporta todo el silencio, sino la del actor político que se mantiene firme, que opina e interviene en el momento correcto, que se arriesga aunque pierda, esa virtud no se improvisa, se cultiva con tiempo, con presencia, con coherencia.
La virtud, en este sentido, no es una consigna moralista. Es una forma de resistencia. Una ciudadanía virtuosa –educada, crítica, consciente de sus derechos y de sus límites– es la única capaz de sostener una república ante los embates del poder desenfrenado. Y una clase política virtuosa (si todavía puede hablarse de eso sin ironía) sería aquella que defiende las leyes aunque duela, que protege la Constitución aunque incomode, y que no traiciona el mandato de la razón en nombre del cálculo electoral.
Cicerón nunca dijo que vivir según la virtud fuera cómodo. Dijo que era lo único que podía salvar al alma del naufragio de su tiempo. Si la República romana no pudo salvarse, fue porque los hombres buenos dejaron de resistirlo o se convencieron de que no valía la pena hacerlo. Hoy, más de dos mil años después, esa advertencia sigue en pie.
Por último, si bien Cicerón fue un gran orador reconocido hasta nuestros días, y combatió la corrupción en sus discursos, también fue parte de un sistema que la permitía estructuralmente ¿les recuerda a alguien?