La muerte de un Papa no es solo el cierre de un pontificado; es la apertura de un momento tan sagrado como político: el cónclave. Ese encierro solemne de los cardenales ocurre en uno de los recintos más cargados de simbolismo y belleza que ha creado el ser humano: la Capilla Sixtina.
Allí, bajo el juicio de pinceles y colosales figuras, los hombres votan. El escenario no es neutral. Es una obra maestra del Renacimiento, un templo visual donde el arte no adorna, sino que grita. Miguel Ángel fue obligado a pintar esa bóveda por el Papa Julio II. Era escultor, no pintor, y consideraba la tarea una condena. Aislado durante años, trabajando con andamios, pinturas húmedas y seguramente dolores de cuello, dejó en el techo una de las más descomunales expresiones del alma humana.
En el techo están los nueve episodios del Génesis: desde la separación de la luz y la oscuridad hasta el embriagador momento en que Dios y Adán casi se tocan los dedos. Los profetas y las sibilas rodean la historia central. Cada figura es atlética, tensa, grandiosa. Como si estuvieran vivas.
Y en la pared del altar, el Juicio Final. Miguel Ángel lo pintó décadas después, ya viejo, desilusionado, más sombrío. Aún así, logró una de las composiciones más poderosas y dramáticas del arte occidental, con más de 300 figuras que representan la resurrección, el juicio, el cielo y el infierno. Ahí, Cristo no es sereno: es juez. Musculoso e implacable, lanza almas al infierno y eleva otras al cielo. Un ángel sopla su trompeta. Los cuerpos suben y caen, y entre ellos, una figura espeluznante: san Bartolomé sostiene su piel desollada. La leyenda dice que el retrato en esa piel es el del propio Miguel Ángel, como si dejara colgado en la pared su sufrimiento y su desprecio por las intrigas vaticanas.
Otro detalle: en una esquina del juicio, aparece el maestro de ceremonias del Papa de entonces, Biagio da Cesana, retratado con orejas de burro y una serpiente enredada en su cuerpo. ¿Su pecado? Haber criticado las figuras desnudas del fresco. Miguel Ángel lo vengó al óleo. Eternizándolo en el infierno.
Y mientras todo eso los rodea, los cardenales votan a su nuevo jefe de Estado. El cónclave es también un juego de poder. En 1978, en plena Guerra Fría, las potencias occidentales presionaban para frenar la expansión del comunismo en Europa del Este. El elegido fue Karol Wojtyla, el Papa Juan Pablo II, primer pontífice no italiano en más de 450 años. No era el favorito, pero como arzobispo en Polonia ya había desafiado al régimen comunista abogando por los derechos de los trabajadores. Su elección no fue solo espiritual: fue estratégica. Reflejó una iglesia universal y una amenaza para el comunismo. La sospecha de que el atentado contra su vida en 1981 estuvo vinculado a los soviéticos refleja el temor que generaba su influencia.
Ahora, en otro cónclave, los intereses geopolíticos, económicos y doctrinales vuelven a cruzarse. La elección de un Papa redefine alianzas, marca el tono moral del mundo católico y mueve el ajedrez global. Y todo ocurre bajo el techo más hermoso de la cristiandad, pero también el más abrumador.
Desde México, tampoco somos ajenos a nuestras propias versiones del cónclave. Aquí también se negocian liderazgos bajo techos menos espectaculares, incluso opacos. Las elecciones, los pactos, las candidaturas parecen tan espirituales como terrenales. Y también aquí como allá se invoca al pueblo mientras se decide en lo alto.