“Ten cuidado con los idus de marzo” decía Shakespeare en su tragedia Julius Caesar, y es que el 15 de marzo no es una fecha cualquiera en la historia. Es el día en que Julio César, el hombre que transformó y destruyó la República para darle vida al embrión de un imperio, cayó asesinado por quienes temían su poder. Su muerte en el año 44 a. C., a manos de senadores que proclamaban salvar a Roma de la tiranía, marcó un punto de quiebre en la historia universal. “sic Semper tyrannis” -así siempre a los tiranos- fue la frase que gritaron sus asesinos, misma frase que repetiría siglos después John Wilkes al dispararle al presidente Lincoln en 1865.

Julio César no era solo un general victorioso, sino también un reformador con una visión clara: creó el calendario, precursor del que usamos hoy, restructuró la administración de Roma y amplió la ciudadanía. Sin embargo, su concentración de poder, su desafío al Senado y su decisión de cruzar el Rubicón desataron el miedo entre la élite republicana, quienes terminaron asesinándolo, creyendo que con su muerte salvarían a la República. En realidad solo aceleraron el fin de esa forma de gobierno para dar paso al Imperio bajo Augusto, por cierto sobrino de Julio César. Su muerte revela una constante histórica: el poder absoluto en una sola persona tiende a conducir a su propia destrucción.

Este dilema del poder absoluto se reflejó también en Napoleón Bonaparte, quien, al igual que César, comenzó su ascenso con promesas de restaurar el orden y mejorar las instituciones, pero terminó coronándose emperador. Seguramente Napoleón también quería lo mejor para su pueblo. La creación del Código Civil que unificó el derecho francés, lo demuestra, además también modernizó la administración y la educación. Sin embargo, su ambición desmesurada y la concentración de todo el poder en su persona minaron su legado. Lo que comenzó como un proyecto de estabilidad y progreso derivó en guerras interminables, exilio y, finalmente, su caída definitiva.

En México, este patrón se ha repetido en varias ocasiones, Porfirio Díaz es un ejemplo. Gobernó durante más de tres décadas en el llamado porfiriato. Llegó al poder prometiendo orden y progreso tras años de inestabilidad, y bajo su mando el país experimentó modernización, crecimiento económico y una cuestionable estabilidad, ya que tuvo un alto costo: concentró el poder en su persona, suprimiendo libertades y algunos derechos casi de forma absoluta, se perpetuó en el cargo y benefició a una élite mientras la mayor parte de la población vivía en la miseria. Su obsesión por el control total desencadenó la Revolución Mexicana, y al mismo tiempo su exilio en 1991. Como César y Napoleón, Porfirio Díaz creyó ciegamente que su liderazgo era indispensable para el bien de la nación, pero la acumulación de poder en sus manos lo llevó a su propia destrucción y al fin de su régimen.

Aunque en la actualidad no se asesine a los lideres con la misma frecuencia, sus formas de gobierno sí mueren, dando paso a nuevas estructuras o, al menos, a la promesa de ellas. En tiempos recientes, por ejemplo, la hegemonía el PRI, que dominó el panorama político durante décadas, colapsó para dar lugar al nacimiento de la 4T, un proyecto que prometió gobernar de manera distinta. La muerte de un sistema no siempre implica el fin de una persona, pero sí el ocaso de una idea o de una manera de ejercer el poder.

Hace unos meses, me preocupaba que con la reforma al Poder Judicial y la desaparición de organismos constitucionales autónomos, el Ejecutivo estuviera buscando concentrar el poder en una sola figura. Sin embargo, al observar el comportamiento del actual Congreso entendí que están más sedientos de poder que la legislatura anterior. Indirectamente su ambición actúa como un contrapeso, aunque no está claro si esto traerá consecuencias positivas. En el mismo sentido, la nueva integración del Poder Judicial será clave: si los ministros y demás juzgadores deciden que no le deben el puesto a nadie y mantienen su autonomía, podrían coadyuvar al equilibrio de poderes, pero si permiten ser cooptados por los distintos grupos de poder que hay en el Legislativo y el Ejecutivo, o peor aun poder fácticos, el riesgo de una justicia disfuncional persistirá, pero difícilmente estará al servicio de una sola persona.

La división de poderes es sana para las políticas internas de un Estado. Garantiza que ninguna persona o institución tenga el control absoluto y fomenta un equilibrio que, aunque imperfecto, protege contra los excesos. Un ejemplo claro lo vimos ayer, cuando la política desmedida de Trump de imponer aranceles a otras naciones, provocó que la bolsa de valores de EU perdiera 4 billones de dólares en un solo día. Esto demuestra cómo la falta de equilibrio interno en la toma de decisiones puede traducirse en una debilidad que afecta no solo al país que la padece, sino también al escenario global.

A mí, el 15 de marzo me recuerda que la política es cíclica y que la historia, aunque parezca lejana, siempre nos ofrece una lección. Julio César, Lincoln y Díaz cayeron -física o políticamente- por el filo de la traición de sus cercanos, el fanatismo o la ambición desmedida; el PRI perdió su dominio por el desgaste y la promesa de algo “nuevo”. Mientras observamos cómo se redefine el equilibrio de poder en nuestro tiempo, solo el futuro dirá si logramos romper el ciclo o si, una vez más, el poder concentrado llevará a su propia destrucción.

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