Durante los últimos años, las mujeres hemos logrado que el Estado comience a reconocer las violencias que nos atraviesan y, con ello, nuestros derechos. Pero estos avances no han sido resultado de la buena voluntad institucional, sino de la presión organizada mediante el activismo, la denuncia pública y el litigio estratégico.

Esta conquista progresiva de derechos ha sido vista por algunos sectores como un exceso. Se le ha caricaturizado como "ideología de género" o, peor aún, como "privilegios para mujeres". Lo más doloroso: esa crítica no solo viene de hombres, sino también de mujeres que reproducen el mismo sistema patriarcal que nos oprime.

La más reciente controversia gira en torno a la llamada “Ley Alina”. Diversos medios, pseudo activistas y creadores de contenido —que ni siquiera son abogades— han abonado a una narrativa de temor, desinformación y alarma moral. Según estas voces, con esta ley las “mujeres podríamos asesinar hombres con impunidad”. Pero antes de dejarnos llevar por el pánico, vale la pena preguntarse con rigor: ¿de qué va realmente esta iniciativa?

¿Qué propone la “Ley Alina”?

Al igual que otras reformas bautizadas con el nombre de una mujer víctima de violencia, esta iniciativa busca responder a contextos estructurales de injusticia. En términos generales, propone ampliar el concepto de legítima defensa para mujeres en situaciones de violencia de género. En particular, plantea que no se considere exceso en la defensa si la mujer actuó bajo miedo, terror o confusión, estados emocionales acreditables que afectan la capacidad de racionalizar el uso de la fuerza. Además, incrementa las penas para delitos como la violación y la violencia familiar, y garantiza que las víctimas accedan a atención médica, psicológica y jurídica sin ser revictimizadas, todo bajo un enfoque de perspectiva de género.

¿Y con manzanitas? Vamos por partes:

La , como se puede leer desde la primera página del documento legislativo plantea un cambio terminológico y de fondo: sustituye la expresión “defensa legítima” por “legítima defensa”, y presume que esta se configura cuando una mujer ha sido víctima —o estuvo en riesgo real— de violencia física, psicológica, sexual o feminicida, y repele la agresión por sí misma o con la ayuda de una tercera persona.

Luego, establece que no se considerará como exceso en la legítima defensa si, al momento del hecho, la mujer estaba bajo estados emocionales extremos —como el miedo, el terror o la confusión— que le impidieran medir racionalmente la fuerza utilizada. Este reconocimiento no es nuevo ni producto de “ideología”; responde a lo que múltiples estudios en psicología forense han documentado sobre el trauma, el estrés postraumático y el síndrome de la mujer maltratada.

Para tu amigo machito de la redpillandia: la legítima defensa ya existía. Se define como repeler una agresión real, actual o inminente, y sin derecho, en protección de bienes jurídicos propios o ajenos, siempre que exista necesidad de la defensa y racionalidad de los medios empleados, y que no haya mediado provocación dolosa suficiente e inmediata por parte del agredido o de la persona a quien se defiende. El texto actual —consultable en el Código Penal Federal, artículo 15, fracción IV— ya contempla una presunción de legítima defensa. No es algo nuevo que esta iniciativa introduce, sino que le añade contexto y perspectiva de género.

¿El problema? El populismo penal

Una parte criticable —y en esto sí vale la pena poner el dedo en la llaga— es el aumento de penas. Se eleva la pena por violación de 8 a 20 años, a un nuevo rango de 10 a 25 años; y para violencia familiar agravada (como en casos contra mujeres embarazadas, personas adultas mayores o con discapacidad), de 6 meses a 4 años, a un nuevo margen de 1 a 8 años.

Aunque estas reformas buscan enviar un mensaje político, recurrir al populismo penal rara vez se traduce en mejores índices de justicia. Más prisión no es sinónimo de más justicia, ni de menos violencia.

Pero hay aportes de fondo que sí importan

Uno de los aspectos más relevantes de esta reforma es el fortalecimiento de los derechos de las víctimas: se reconoce el derecho a no ser revictimizadas y se ordena que tanto personal del Ministerio Público como jueces y magistrados estén capacitados con perspectiva de género. Además, se garantiza atención médica, psicológica y jurídica oportuna, así como la aplicación de protocolos especializados.

¿Y qué dicen quienes se oponen?

Las críticas más comunes —de los pseudo activistas por los derechos de los hombres— alegan que esta iniciativa elimina la racionalidad en el uso de la fuerza, contradice el artículo 19 constitucional y privilegia a las mujeres sobre los hombres. Todas estas afirmaciones son jurídicamente falsas.

Primero, no se elimina la racionalidad. Lo que hace la reforma es reconocer que los criterios tradicionales de racionalidad y proporcionalidad no pueden aplicarse mecánicamente cuando una persona actúa bajo los efectos del miedo y el trauma.

Segundo, no contradice el artículo 19: el principio de legalidad penal impide interpretaciones extensivas en perjuicio del imputado, pero esta iniciativa no interpreta, sino que modifica de forma explícita el texto normativo. Es una reforma legislativa plenamente válida.

Y tercero, no privilegia a las mujeres, sino que reconoce que enfrentan una violencia estructural y sistemática que requiere medidas diferenciadas, como recomiendan los tratados internacionales en derechos humanos.

La llamada “Ley Alina” reconoce que muchas mujeres no tienen el privilegio de defenderse en condiciones ideales. Que cuando la violencia ha sido sistemática, cuando el miedo ha sido cotidiano y la amenaza constante, el acto de defensa no puede juzgarse como si se tratara de un duelo limpio entre iguales.

No se trata de “asesinar hombres con impunidad”. Se trata de dejar de juzgar a las mujeres que sobreviven como si fueran culpables por haber vivido. Es hora de abandonar los discursos alarmistas y comenzar a hablar, en serio, de justicia

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