Kimberly Moya sigue desaparecida. Y no se enteró de la publicación de la reforma a la Ley de Amparo, el incremento de impuestos a bebidas azucaradas, la polémica de Electrolit, el escándalo de un podcast de “influencers políticos” y los reclamos, fundados o no, hacia la presidenta por las inundaciones en Poza Rica.
A Diana Jael no le tocó la visita presidencial. Murió porque en la pensión donde vivía la dejaron encerrada. No tenía copia de la llave.
Tampoco Stephanie Carmona, elemento de la Guardia Nacional, escuchó los debates sobre transparencia o seguridad pública. La asesinaron durante una práctica de tiro dentro de un batallón en Acapulco, con tantas dudas y antecedentes de violencia. Tampoco alcanzó a enterarse de otra reforma al Código Penal “con perspectiva de género” ni de que un nuevo juez o magistrada electa volvía a confundirse de términos.
Las víctimas en México siguen apareciendo todos los días, a todas horas.
Y la caja de resonancia pública se reduce a espacios donde el oficialismo ignora la emergencia y la oposición se desgasta entre cambios de logotipo o peleas entre influencers.
La realidad es otra: el acceso a la justicia, a la verdad y a la dignidad está cada vez más lejos.
De acuerdo con el Informe Nacional de Transparencia sobre el desarrollo de las instituciones de Seguridad Pública, Penitenciarias y de Procuración de Justicia por estado (2025), elaborado por Impunidad Cero y Causa en Común, la mitad de las policías estatales carece de sistemas profesionales de carrera. La supervisión, inspección e investigación interna son débiles o inexistentes. Eso significa que nadie revisa el uso de la fuerza, que los abusos quedan sin castigo y que la ciudadanía se enfrenta a instituciones que no rinden cuentas.
Esas mismas policías que representan el primer contacto con las víctimas, las que inician la cadena de custodia y las que deberían garantizar la protección de quienes denuncian.
Y la historia en las fiscalías, no es diferente, la autonomía sigue siendo un espejismo. Los procesos de designación y remoción de fiscales dependen del poder ejecutivo local, lo que permite interferencias políticas en las investigaciones. Las carreras ministeriales no premian el mérito, los controles de confianza permanecen opacos y quienes denuncian irregularidades no cuentan con garantías de protección. Las sanciones, cuando se aplican, se esconden bajo el manto de la discrecionalidad.
En los sistemas penitenciarios, la situación no es mejor. La mayoría de las autoridades carece de autonomía técnica y presupuestaria; el personal de custodia enfrenta falta de capacitación y procesos disciplinarios insuficientes. Las mujeres custodias viven condiciones laborales aún más desfavorables, reflejo de un sistema que reproduce desigualdades de género incluso en sus estructuras internas.
Las debilidades estructurales de nuestras instituciones no son solo datos técnicos: son la razón por la que casos como los de Kimberly, Diana y Stephanie se multiplican. Son también un espejo de la falta de voluntad política para garantizar derechos básicos: justicia, verdad y dignidad.
Reconstruir el sistema no depende únicamente de nuevas leyes o reformas constitucionales, sino de asumir que la justicia no puede seguir siendo una promesa vacía. Sus muertes son reflejo de la omisión estatal y de la indolencia frente a la atención a las víctimas.
Porque mientras discutimos impuestos, alianzas políticas o campañas en redes, siguen apareciendo nombres que no deberían olvidarse.
Kimberly. Diana. Stephanie.
Y con cada una de ellas, se hunde un poco más la promesa de vivir en un país donde la justicia no sea solo una palabra.
Maestra en derecho