El senador Gerardo Fernández Noroña anunció que pedirá licencia para viajar a Palestina. Y, una vez más, el debate público se llenó de los mismos comentarios que ya parecen un loop sin fin: “¿Por qué se va si en México están pasando cosas?”
La pregunta es legítima, pero quizá incompleta. No se trata solo de que “pasen cosas”, sino de que Noroña, al igual que tantos otros políticos, ha decidido impulsar una agenda personal antes que asumir las responsabilidades que le corresponden como legislador federal.
Su visita a Palestina no es un acto de solidaridad internacionalista, sino una muestra más de su desconexión con la realidad mexicana. El mismo senador que ha minimizado y desacreditado a las madres buscadoras, que ha hecho gaslighting sobre la crisis de desapariciones, que ha minimizado la violencia sexual y relativizado los reclamos de justicia, ahora busca un nuevo escenario para proyectar su figura política.
Mientras tanto, en Gaza, pese al llamado “alto al fuego”, continúan los crímenes de guerra y los actos de genocidio. Su presencia allá no cambiará esa realidad, del mismo modo que su ausencia aquí no modifica el estado de abandono que viven miles de familias mexicanas que siguen buscando a sus desaparecidos o esperando justicia.
Pero, sinceramente, espero que Noroña vaya.
Ojalá que allá, donde la humanidad parece haberse extraviado entre ruinas y dolor, él la encuentre. Que al regresar recuerde su deber político y moral: representar a un país donde las instituciones de justicia están debilitadas, donde las reformas laborales y judiciales esperan una revisión seria, y donde el acceso a la justicia sigue siendo una deuda histórica.
Sin embargo, Noroña no es el único traidor.
También lo son quienes, desde el Congreso, han perdido de vista que el voto que los llevó ahí pertenece al pueblo. Entre iniciativas improvisadas, discursos vacíos y bailes en el pleno, nos recuerdan a la monarquía francesa en los días previos a la Revolución: una élite que festeja mientras el país sangra.
Porque Noroña no solo traiciona a la política, sino a las causas que alguna vez dijo defender: a la clase trabajadora, a las mujeres que sostienen hogares y vidas con jornadas dobles e invisibles, a las cuidadoras, a las víctimas de injusticias que buscaban en él una voz.
Su traición no solo ideológica, también humana. Es la renuncia a mirar de frente el sufrimiento que dice representar.
Su desconexión con los dolores de la calle es insultante.
El espectáculo ha sustituido a la rendición de cuentas, y la empatía ha sido reemplazada por la soberbia de quienes creen que la representación popular es un privilegio, no una responsabilidad.
Si algo necesita México no son más figuras públicas que se crean imprescindibles en todas partes, sino representantes que cumplan —aquí y ahora— con el mandato que les fue conferido y no especular el dolor.
Porque en tiempos de crisis, no hay peor traición que la huida.

