Mi primer “montaje” fue cuando tenía doce años.
Iba en el metro rumbo a la escuela y un hombre eyaculó sobre mi uniforme. Me quedé petrificada. Sentí una vergüenza tan inmensa que, durante varias estaciones, solo me refugié en una esquina del vagón. Nadie hizo nada. Nadie dijo nada. Actuaron como si no hubiera pasado.
Años después, escucho a personas decir que lo que vivió la Presidenta de México fue un “montaje”. Que fue actuado. Que fue una estrategia.
Y pienso en esa niña que fui: inmóvil, muda, creyendo que la culpa era suya. Porque eso es lo que hace la violencia: paraliza, avergüenza, despoja de voz.
No se planea. No se actúa. Se sobrevive.
No es fácil escribir esto cuando la víctima es una mujer con poder.
Porque Claudia Sheinbaum ha protegido a agresores, ha criminalizado a mujeres feministas y ha reprimido protestas.
Porque el “llegamos todas” fue selectivo, pensado para quienes sirven al poder, no para quienes lo cuestionan.
Y porque a través de la militarización y la reforma judicial, Sheinbaum ha dejado claro que la sororidad no se ejerce desde arriba, sino que se administra como privilegio.
No le debemos sororidad.
Hay mucho que cuestionarle.
Ser blanca, tener poder y ocupar la presidencia coloca sus violencias en otro contexto.
Las que hemos enfrentado al Estado desde abajo sabemos que no todas las mujeres vivimos las mismas consecuencias por hablar, denunciar o resistir.
Pero incluso con toda esa distancia política, con todos los desacuerdos posibles, decir que lo que le ocurrió fue “un montaje” es revictimizar.
Es repetir la violencia.
Porque ninguna mujer, ni la más poderosa, ni la más criticada, merece que se dude de una agresión cometida contra su cuerpo.
Mientras el país se entretiene discutiendo si fue real o no, se instrumentaliza la muerte de Carlos Manzo para tapar lo evidente: el mismo sistema que mata, desaparece y domina territorios es el que controla y violenta cuerpos.
El crimen organizado y la violencia contra las mujeres no son historias separadas. Son dos caras del mismo poder: uno que decide quién vive, quién calla y a quién se le cree.
Uno que usa el miedo, la vergüenza y la impunidad como herramientas de control social.
En México, de acuerdo a la ENDIREH, 7 de cada 10 mujeres mexicanas han experimentado violencia de género en algún momento de su vida. De éstas, 50 % ha vivido violencia sexual. Las cifras no son estadísticas: son una radiografía de un país donde la justicia llega tarde o nunca, y donde la incredulidad es otra forma de castigo.
Y aunque ahora la violencia toque a la presidencia, sigue siendo la misma: la que se normaliza, la que se duda, la que se esconde detrás de discursos políticos o titulares.
Es el reflejo de un país que duda más de las víctimas que de sus agresores.
Por primera vez, la Presidenta y nosotras tenemos algo en común. Llegamos todas, pero llegamos a lo mismo: ser víctimas de violencia sexual.
Abogada

