¿Tenemos hoy la mejor Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) en la historia de México? La respuesta corta es no. Pero tampoco estamos frente a la peor.
La historia de la SCJN refleja, más que la evolución del derecho mexicano, las tensiones políticas y sociales que han atravesado al país. Ha sido siempre un termómetro: a veces brújula social y política, otras veces simple acompañante del poder. Su papel ha oscilado entre el formalismo jurídico y la función —asumida o eludida según la época— de contrapeso frente a los otros poderes del Estado.
Conviene recordar que durante el siglo XIX y buena parte del XX, la Corte vivió bajo la sombra del presidencialismo hegemónico. Durante el régimen del PRI, su papel fue en gran medida diferente: hubo episodios aislados de autonomía, pero predominó un formalismo procesal que reducía los derechos a meras declaraciones, subordinando la justicia al orden político establecido.
El gran giro llegó en 1994, con la reforma constitucional que redujo el número de ministros, limitó su duración y creó figuras como las acciones de inconstitucionalidad y las controversias constitucionales —que no son, aunque alguna ministra lo piense, un simple “amparo más”—. Desde entonces, la Corte dejó de ser un tribunal de casación y amparo para convertirse en un verdadero tribunal constitucional. Su función pasó a centrarse en el control abstracto de normas y en la resolución de conflictos de poder. Y, por primera vez, adquirió una visibilidad pública sin precedentes.
En 2011 se dio otro salto transformador. La reforma en materia de derechos humanos incorporó el principio pro persona, la interpretación conforme y el control de convencionalidad. La SCJN abrazó un modelo garantista y neoconstitucional, más activo en la defensa de los derechos fundamentales. Surgieron entonces precedentes históricos: matrimonio igualitario, aborto, libre desarrollo de la personalidad, igualdad y no discriminación. Pero también llegaron decisiones polémicas sobre la Guardia Nacional o la prisión preventiva oficiosa, que exhibieron tensiones que trascendieron del texto constitucional a un conflicto abierto entre los poderes de la Unión.
Hoy, la Corte no puede entenderse sin atender a la lógica política y social del presente. La ideología de sus ministros importa, como siempre ha importado. Algunos han hecho esfuerzos genuinos por socializar el derecho y explicarlo con sencillez a la ciudadanía —como los ministros Arístides Rodrigo Guerrero García (que, como buen chicharrón de CU, llegó preparado) y Giovanni Azael Figueroa Mejía. Pero la mayoría parece limitarse a reproducir discursos como acto político o a cultivar su imagen personal en redes sociales: infografías vistosas, mucho diseño gráfico, poco contenido real.
En el pasado, sólo seis ministros contaban con experiencia en carrera judicial, pero lo que los hacía grandes era precisamente rodearse de ponencias integradas por personas preparadas y con oficio judicial. Esa base técnica se ha ido perdiendo con los despidos masivos que hoy afectan a la estructura misma del Poder Judicial.
Estamos frente a una institución en disputa constante: entre técnica y política, independencia y sumisión, entre la letra de la Constitución y las demandas de una sociedad que exige justicia real. Mientras tanto, el debate público se llena de críticas superficiales: medios y opinadores que reducen la discusión a pleitos personales o ideológicos, sin advertir el verdadero desgaste que sufren las estructuras del Poder Judicial. Hoy, las decisiones políticas golpean más a la base trabajadora que sostiene al sistema que a los propios ministros que ocupan los reflectores.
Sí, es preocupante que una ministra confunda una controversia constitucional con una especie de amparo. También lo es que otra afirme que “el derecho a la vida es el derecho más importante sin límites”, en un eco de discursos anti derechos y pro vida que nada tienen que ver con la Constitución. Y es igualmente alarmante que se vendan como avances resoluciones que, en realidad, imponen cargas procesales regresivas hacia personas con discapacidad.
Lo alarmante de esta SCJN no es que el ministro presidente Hugo Aguilar no verifique el quórum en cada sesión, ni los asesores de confianza contratados, ni las togas nuevas. Lo verdaderamente corrosivo es la frivolidad de convertir la justicia en cálculo político, mientras reaparecen los fantasmas del pasado: nepotismo, simulación y corrupción. Ese es el riesgo real.
La Corte está en un momento crítico: puede consolidarse como tribunal constitucional moderno o retroceder hacia un formalismo subordinado, incapaz de responder a la altura de las exigencias ciudadanas.
¿La mejor Corte de la historia? Ni cerca. Pero lo verdaderamente peligroso no es que no lo sea, sino que deje de aspirar a serlo.