El día de ayer, el Vaticano anunció con todo lo ceremonial que le es característico: habemus Papam. El elegido fue Robert Francis Prevost, ahora León XIV, un obispo nacido en Chicago en 1955, con nacionalidad peruana. Fue electo por los cardenales en ese proceso cerrado, ritualista, simbólico, que más parece una ceremonia del pasado que una elección del siglo XXI. Aunque, admitámoslo: la generación millennial y z centennial entendimos mejor este espectáculo gracias a la película El Cónclave.

Podría parecer simplemente la designación de un religioso más —para algunos, ya sería nuestro tercer cónclave papal, pero aquí no acaba la historia. Porque más allá de lo religioso, este evento tiene implicaciones profundamente políticas y jurídicas.

¿O acaso olvidamos que el Vaticano no es solo una iglesia, sino un Estado soberano con su propio marco legal, poder diplomático y voz activa en foros multilaterales?

Por eso, más allá de la fe, la elección del nuevo Papa importa. Importa por lo que calla, por lo que condena y por lo que permite.

Y ya empezamos mal. Porque León XIV no llega con las manos limpias ni con las posturas medianamente progresistas que tuvo su antecesor, Francisco. Su historial hacia las poblaciones LGBTIQ+ es, como era de esperarse, conservador. Pero hay algo más grave: fue implicado en casos de presunto encubrimiento de violencia sexual dentro de la Iglesia. Luego, algunos medios salieron a desmentir esas acusaciones. Pero ¿cómo confiar cuando la Iglesia ha perfeccionado, durante siglos, el arte de proteger agresores y silenciar denuncias? El patrón se repite. La deuda con las víctimas permanece intacta.

En otros temas clave, como la migración, León XIV ha expresado su rechazo hacia gobiernos populistas y políticas xenófobas, como las de Trump. Bien. Pero la pregunta incómoda es otra: ¿cuál será su postura frente al genocidio en Gaza? ¿Mostrará la misma tibieza que muchos líderes mundiales o tomará una posición ética, clara y valiente, como en su momento lo hizo Francisco?

Y aquí viene el corazón del asunto. Como diría tu tía católica o el machito troll de internet: “¿por qué debería importarnos si no somos católicxs?”. Porque el Vaticano no se limita al dogma. Porque lo que dice, avala o silencia tiene efectos reales en políticas públicas: desde los derechos sexuales y reproductivos, hasta el matrimonio igualitario o la protección a personas migrantes y víctimas de violencia.

Y esto nos lleva a la pregunta más incómoda: ¿por qué seguimos normalizando que, en pleno 2025, ninguna mujer tenga voz ni voto en la elección del líder de ese Estado?

Sí, con Francisco hubo una apertura limitada a la participación de mujeres en asuntos políticos y económicos del Vaticano —como el nombramiento de Raffaella Petrini, una religiosa franciscana, al puesto de vicaria general del Gobernatorato del Vaticano—. Pero incluso eso vino desde el estereotipo machista de que las mujeres “resuelven” o “cuidan”. Y aunque ella llegó a tener un rol administrativo clave, su presencia pasó inadvertida. Literalmente: mientras Francisco estuvo hospitalizado, ni siquiera se hizo público su rol en la estructura del Estado.

En México, se estimaba en 2020 que había alrededor de 50.6 millones de mujeres católicas, es decir, el 77.7% de la población mexicana. A nivel global, las mujeres representan el 61% de los miembros de vida consagrada en la Iglesia Católica. Aun así, siguen siendo invisibles en la toma de decisiones. La exclusión política de las mujeres en un Estado con reconocimiento internacional no solo es anacrónica: es profundamente patriarcal.

Así que sí: Habemus Papam. Pero también habemus preguntas, silencios cómplices y deudas históricas. Y desde acá, también habemus exigencias.

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