“¿Acaso hay impunidad disfrazada por razón de género? ¿Las mujeres siempre tienen una ‘carta’ para evadir la justicia?” Estas son algunas de las preguntas —y exigencias— que han circulado en redes sociales tras la detención de Marianne, creadora de contenido, detenida por haber cometido lesiones contra otra joven.
Sin embargo, más que un análisis riguroso sobre los hechos o el procedimiento penal, lo que hemos visto es una oleada de comentarios impulsados por la necesidad de encontrar un culpable inmediato y de exigir castigos ejemplares. La cobertura mediática, especialmente desde la nota roja, ha contribuido a esta dinámica, priorizando el morbo sobre el respeto a los derechos de las personas involucradas, revictimizando a quienes deberían ser protegidas y trivializando principios básicos del debido proceso.
El caso de Marianne también ha reactivado debates sobre el sistema de justicia penal para adolescentes, un sistema históricamente ignorado por el Estado, minimizado por la sociedad y, ahora, sometido a exigencias desproporcionadas. Se ha señalado que Marianne no está siendo juzgada “con la misma severidad” que Fofo Márquez, como si la justicia debiera funcionar bajo una lógica de castigo uniforme, sin importar las particularidades de cada caso.
Pero aquí es fundamental hacer una pausa: Marianne es una adolescente. Esto no es un detalle menor, sino un punto clave que explica por qué su caso se rige por reglas diferentes. No se trata de privilegios ni de impunidad disfrazada, sino de un enfoque jurídico que reconoce el desarrollo progresivo de niños, niñas y adolescentes. El sistema de justicia para adolescentes no busca negar la responsabilidad penal, sino establecer un equilibrio entre esa responsabilidad y la necesidad de garantizar su reinserción social bajo un derecho penal de mínima intervención.
Comparar su caso con el de Fofo Márquez es no solo impreciso, sino injusto. No hablamos de las mismas circunstancias: hay diferencias de edad, de contexto y de las leyes aplicables. Además, esta comparación alimenta una peligrosa narrativa que reduce la justicia a la imposición de castigos severos, sin considerar factores como la reparación del daño o las condiciones de autonomía reproductiva, mínima intervención y justicia restaurativa.
Esta obsesión social por el castigo —que ya habíamos visto en el caso de Márquez— confirma una tendencia alarmante: la exigencia de sentencias más duras, no desde un sentido de justicia, sino desde la sed de venganza. Estamos dejando atrás el objetivo de un sistema penal que busque soluciones integrales para convertirlo en un mecanismo de represalia, donde la prisión se percibe como el único camino hacia la justicia.
Hoy hay una víctima hospitalizada, una familia que exige justicia, una bebé en medio de una situación compleja y dolorosa. Y nada de esto se resolverá con una sentencia ejemplarizante ni con la aplicación de un proceso diseñado para adultos, algo que ni siquiera es jurídicamente factible según las normas del sistema de justicia para adolescentes.
La pregunta que deberíamos hacernos no es si Marianne merece el mismo castigo que Fofo Márquez, sino: ¿qué entendemos por justicia? ¿Dónde colocamos a las víctimas en esta narrativa? ¿Estamos dispuestos a construir un sistema que vaya más allá de la prisión como respuesta automática?
Porque si Marianne hubiera sido mayor de edad, quizá se habría considerado una tentativa de feminicidio, dados ciertos antecedentes. Pero, ¿qué habríamos ganado con una prisión preventiva oficiosa? ¿Qué solución real habríamos aportado al daño causado?
Invito a la reflexión: ¿qué tipo de justicia estamos construyendo cuando reducimos la complejidad de los casos a la simple fórmula de “más castigo = más justicia”? La justicia no debería medirse en años de condena, sino en su capacidad para reparar, transformar y, sobre todo, prevenir.