Cuando la conversación pública se centra en el sexenio de Zedillo, que sólo entusiasma al séptimo piso y la liga de futbol ya no es de enjundiosos veinteañeros, sino de cuarentones, hay que volver a los 17 y pensar más en los jóvenes. Mi admirada Edna Jaime me conminó a entender el origen de su desinterés por la política y desde entonces tomo notas dispersas, como una bitácora de viaje.
Me sorprende, de entrada, su desatención sobre lo que ha sido la historia contemporánea del país. Pocos conocen y calibran lo que ha acontecido en los últimos 30 años y no tienen una idea precisa de qué es lo viejo y qué es lo nuevo. Como si alguien, en un lote de coches, creyera que un moderno Audi es de la misma generación que un Fairmont. Tienen una idea justiciera, con poca concesión a las lógicas pragmáticas. Están claramente del lado del débil y todo discurso que invoque una bandera compasiva será de su agrado. Son particularmente sensibles a las causas y defienden mucho su especificidad generacional. Tienden a iniciar su plática diciendo que su generación ve las cosas de cierta manera, como si en todo momento te recordaran que perteneces a la clase veterana. Hay mucho de artificial en el planteamiento segmentador, como si fuésemos de planetas diferentes.
Les inquieta que se les pueda ver como insensibles a la política de género. Tienen una inquietud superficial por la agenda ambiental. A ellos, normativamente correctos, y de talante individualista (son hijos por diseño), les gusta mostrarse como generosos y desinteresados. Son poco proclives al debate porque sus espadas argumentales son de cristal; una vez rotas, se encasillan en el argumento de que “es su opinión” y se asumen como una generación incomprendida. Aborrecen no sentirse en el lado correcto de la historia.
La belleza juega un papel central en sus vidas. En su Instagram todo mundo quiere parecer bello, atlético y sexy; interesante, en el peor de los casos. Consumen TikTok, porque valoran lo gracioso y ligero. Quieren planteamientos contundentes y redondos; son poco amigos de las disquisiciones tradicionales de los académicos que ven pros y contras en cada expediente. Les gustan titulares y afirmaciones ingeniosas y memorables, todo ello presentado en el celofán del entusiasmo.
Los incentivos para politizarse son, pues, limitados. La política nacional cada vez es menos ágil y constructiva; se ha quedado anclada en la lógica del spot, que es funcional para abastecer el depósito argumental de las clientelas de 50 para arriba y de secundaria para abajo. Por esa vía se dan dosis cotidianas de política de identidad: somos un gran pueblo humanista, politizado y culto, el neoliberalismo es genocida y movidas así. Eso funciona bien a partir del quinto piso, pero no incentiva a esos jóvenes que ven la política como un asunto de sus abuelos.
El debate político está lleno de mentiras y repite, una y otra vez, los mismos argumentos. La conversación de setentones es circular y plúmbea. El discurso gubernamental es como una invitación a la casa de los sustos de la feria, todo el mundo sabe que no es verdad, pero se presta a entrar y participar de la experiencia por complicidad y autosugestión. Llevamos todo el sexenio con eso de Dinamarca y los tiempos estelares y ya cansa la repetición, como el abuelo que vuelve a contar nuevamente sus batallitas. La oposición no renueva el reparto ni el tema, es como ir al cine a ver Tiburón 27. Una sensación de hastío invade a los jóvenes y no los culpo, pero en una democracia todos tenemos obligaciones, aunque nos aburra.