Inicia la cuenta atrás. En unos cuantos meses votaremos por el relevo. Para tranquilidad de todos, se está completando el proceso de transmisión de mando, se diluye el fantasma (tenue) de la ampliación del mandato y de entrada existe el presagio de un proceso electoral muy competido. Casi al final del gobierno mucha gente respira tranquila porque no nos hayamos convertido en Venezuela, pero tampoco en Dinamarca. No somos Cuba, pero tampoco somos un país de instituciones, somos un híbrido con tintes autoritarios. En definitiva somos esencialmente el mismo que en el XX: un país resiliente, viejo, taimadón, lleno de autocomplacencia y simulación, con un aroma más setentero que noventero. No somos una potencia media que inspire a nadie; vivimos de la renta que nos cae del CP (Código postal) América del Norte y no somos (salvo en la propaganda oficial) un ejemplo planetario.
Los fantasmas (benignos y malignos) que se perfilaron al inicio del gobierno no se han materializado; el sexenio termina (como modestamente habíamos anticipado) de manera muy parecida a como López Obrador dejó la capital al concluir su gobierno. Una administración con prioridades presupuestales muy claras: sus obras emblemáticas y el gasto social enfocado a la rentabilidad electoral. Un empobrecimiento de la política educativa y poco amigo de la transparencia. Una lealtad lambiscona de los grupos económicos y muchos contratos asignados a dedo; bajos sueldos en la administración pública a fin de convertirla en un brazo político y sometimiento del Legislativo. El desprecio por los jueces lo llevó al callejón del desafuero. La operación política de las elecciones desde el gobierno fue una constante. Una dosis almibarada de culto a la personalidad y un ánimo de confrontación mal disfrazado con el ropaje del humanismo.
Los capitalinos, a diferencia del resto de los compatriotas, hemos visto ya el futuro. Del 2000 al 2006 lo vimos gobernar y por supuesto sorprende cómo la memoria (incluso de personajes bien informados) magnifica o diluye aquello que le resulta más grato o más siniestro. Como jefe de gobierno fue obsesivo con el equilibrio presupuestal y se mostró siempre poco dispuesto a promover las artes. El presidente ama la divulgación histórica y las escenografías, como lo mostró en su escenificación (especialmente artificial) del bastón de mando en el Templo Mayor. Dicho sea en su descargo, fue mejor idea hacerlo ante el escenario original, que frente a la pirámide de tablaroca que pusieron en su momento en el Zócalo.
Sheinbaum recorrerá el país como la heredera (más que como la conquistadora) del bastón de mando del gran caudillo. Podrá prometer, construir y reformular políticas, pero su calibre quedó a la vista en la gestión capitalina y en su estilo de gobierno. No tendrá (si ganara) la figura tutelar del presidente que la cobijó estos años, estará en la soledad de Palacio. Tiene sus méritos, pero carece de los recursos histriónicos y políticos que tiene el presidente. Se tendrá que construir un ritual postpriista y menos chabacano: ella, a diferencia de su jefe, no proviene de ese mundo de vida y no puede ocultar ni su origen ni su formación. Pero cualquiera que revise con detalle su gestión encontrará elementos que anticipan el futuro, en caso de que ella sea electa presidenta.
En las elecciones lo crucial es lo que viene, no lo que ha sido, pero la historia reciente es una mina de elementos predictivos. Para los capitalinos Claudia es un libro abierto para quien quiera documentarse sobre las venturas y desventuras de su gobierno. Ni Venezuela, ni Dinamarca, aquí tenemos 25 años viviendo lo que prometerán en campaña.