En estos tiempos en los cuales todo es igual, nada es mejor, es cada vez más riesgoso meterse con los gustos populares sin salir espinado, incluso estigmatizado por “clasista”. Hay una tradición sociológica (ligada a Bourdieu) que nos ayudó a entender la formación social del gusto y la distinción. Son elementos que marcan diferencias, pero al mismo tiempo abren la posibilidad de pensar en vidas diferentes. Distinguirse de los demás, refinarse en el gusto, no son aspiraciones necesariamente malignas. El ánimo de superación está ligado a nuestra condición de seres únicos e irrepetibles. Somos seres dotados de sensibilidad (potencial, se entiende) para crear y disfrutar de lo más sublime de la creatividad humana. El problema surge cuando el igualitarismo contemporáneo pone en la misma línea a cualquier expresión cultural. Tal parece que un ejemplar del libro vaquero podría ser comparado con el “Oficio de tinieblas”. O que cualquier sonsonete pudiese ser yuxtapuesto a la obra de Moncayo.

En estos tiempos, tan poco receptivos a la crítica del populacho, ya no podría señalarse la ramplonería de “Siempre en Domingo”, porque con sus interminables audiencias gozaba del favor de todos los que hoy dictan el canon. Tampoco sería sensato meterse con los cantantes y músicos que hicieron las delicias de los abuelos sin ser tachados de “fifís”. Las exitosas telenovelas eran el non plus ultra de nuestras clases populares y muchos intelectuales de la época (y caricaturistas valientes, como Rius) se atrevían a señalarlas como simplonas e intrascendentes. Hoy decir semejante cosa te ubica en la legión de los clasistas. Hemos tenido una apropiación del espacio público por una nueva hegemonía que idealiza la vulgaridad, como si fuese una virtud emanada de pueblos que han acumulado historia en sus vértebras y células y, por tanto, todo lo que dicen y hacen es glorioso y edificante.

Yo no comparto la idea de que aquello que goza del favor popular debe ser aceptado con aplauso, porque sería tan aberrante como decir que tiene el mismo valor una película de Capulina que “La verdad sospechosa”. No se trata de denigrar a nadie, sino de ubicar las cosas en su justa dimensión. No podría nadie, en su sano juicio, comparar “Visión de Anáhuac” con la historieta de “Borjita” que yo leía en mi infancia. Espero que nadie me lleve la contra, ni me acuse de clasista, si digo que leer “Clemencia” puede ser más formativo que volver a los amoríos de Archie y Verónica. Hay que tener la entereza de decir que no era lo mismo ver la familia Partridge que “Yo, Claudio”. Aunque probablemente la primera tuviese mucha más audiencia. Si fuese la aprobación popular la clave de la consagración, el cine de ficheras opacaría la brillantez de Cuarón y su “Disclaimer”.

Los corridos tumbados (y su apología de la violencia) son una expresión plebeya de la cultura contemporánea. Una música estereotipada y pegajosa que se genera, como alguna vez lo explicó Alberto Mayol en una polémica sobre Peso Pluma en Viña del Mar, en el actor que disputa la hegemonía al Estado: el narcotráfico. Se ha convertido, según la secretaria de Cultura, en el género que más descargas tiene. No me extraña; tampoco me encanta ese México pintoresco que recrea el gobierno, pero hoy rompo una lanza por dar mejores contenidos al soberano. Si algo conecta a las generaciones del pasado con las presentes y a los pueblos de una parte del mundo con la otra, es la cultura, no el consumo masivo y mucho menos la apología del criminal y, por lo tanto, aunque guste a millones, no es el elemento legitimador del nuevo canon.

Analista@leonardocurzio

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.