Una de las consecuencias más positivas de la democracia es que todos somos iguales. Vale lo mismo el voto de un arquitecto galardonado, que el de un tapicero. Pesa tanto el sufragio de un chef internacional, como el del más humilde de los libreros. No hay nada mejor que la igualdad jurídica y garantizar que cualquier persona tenga el poder de determinar hacia dónde se mueve su país.

La igualdad en una democracia avanza en otras esferas de manera más lenta, pero implacable, y así lo notó el gran teórico de la revolución democrática que fue Tocqueville. Él se lamentaba que todas las virtudes cívicas del pueblo norteamericano se viesen empañadas por una cultura masiva y profundamente simplona. La igualdad puede implicar que cualquier persona considere que su creación literaria, musical o su capacidad de entender la historia es igualmente válida a la del soberbio creador, al poeta laureado, o al refinado cineasta, por no hablar de los profesores y académicos. Todo mundo considera que también en cultura, la igualdad es un mérito, como en principio lo es en política. Por lo tanto, todo principio de sofisticación, elaboración o respeto del canon es denostado como clasista, elitista y en última instancia, segregador. A nuestro gobierno le gusta hablar de culturas, un poco para ubicar la “alta cultura” en un universo (o en un mismo plano) que cualquier otra expresión, y por supuesto a partir de ahí inyectar orgullo y un sentido de reivindicación colectiva a cualquier representación. Como si fuese igual el maestro Márquez que cualquier cantante de pop, o que cualquier grafitero igualara a Jazzamoart.

La igualdad, como aspiración colectiva, es valiosa en lo político, pero tiene también expresiones menos hermosas cuando se habla de cultura. Por supuesto, pretender que el cine de Cuarón es lo mismo que una de las creaciones televisivas que tanto gustan a la mayoría es cuando menos dudoso. Pero hay que reconocer que, como dice con contundencia Javier Gomá, la libertad y la igualdad son dos bellas criaturas que tienen hijos no tan guapos: Uno de ellos es que la vulgaridad hoy toma carta de naturaleza en nuestras vidas y cualquier chícharo cree que puede opinar sobre la condición femenina, con la misma autoridad que la rectora de la Universidad de Guadalajara; y hoy día todos somos iguales, pero hay opiniones mucho más vulgares que las otras, así como hay expresiones culturales menos perdurables y enriquecedoras que otras.

Pero vivimos tiempos de igualdad, en donde es lo mismo el oro que el oropel. El discurso igualador tiende a instalarse en las comunidades culturales y en el ámbito académico. Se habla de romper jerarquías y de valorar, desde la deconstrucción, nuevas miradas, lo cual, naturalmente, es válido y recomendable. Pero, atención: nos puede meter, sin advertirlo, en una espiral en donde, desde la defensa de la singularidad y el derecho a la dignidad personal, se defienda cualquier bodrio. La democracia iguala las campañas electorales, por eso no son seminarios especializados, porque están dirigidas al pueblo llano. El problema con la cultura es que el gusto popular telenovelero y amante de “La casa de los famosos” imponga su norma. Es fácil que la alta cultura sufra en estas condiciones cierto estigma, por considerarla selectiva. Tampoco es tan grave. Toda sociedad necesita diferenciaciones jerárquicas, distintas al dinero. Como bien lo explicó Bourdieu en su famosa “Distinción”, lo que es muy peligroso es que se dé por sentado que por el simple hecho de ser ciudadanos todos tuviésemos habilidades artísticas y buen gusto, que cualquier ripio se considere poesía o que cualquier desentonado se crea Caruso.

Analista. @leonardocurzio

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