El gran historiador Eric Hobsbawm nos enseñó que muchas de las celebraciones, fiestas y conmemoraciones que suponemos son producto de una vieja raigambre, son, en realidad, creaciones muy recientes. Se trata de recreaciones que conectan con alguna narrativa tradicional, que por un efecto mágico o afortunada combinatoria, se convierten en los elementos de cohesión de una sociedad.

Las tradiciones existen, pero también se inventan o, en el límite, se recrean. De esa forma, cuando uno mira a sus orígenes con mayor detenimiento identifica que lo añejo se mezcla con una estirpe de dudoso abolengo. Esas nuevas tradiciones no son impostura ni publicidad ramplona, aunque no vengan de semilla gloriosa. Algunas de ellas adquieren nobleza por la profundidad que consiguen. ¿Quién a estas alturas se atrevería a denostar el Día de la Madre como un movimiento comercial inventado por los americanos (y que nosotros adoptamos como propio)? Si se le pregunta al personal es fácil que te digan que se celebra desde tiempos inmemoriales.

Algo parecido sucede con las modernas variantes del Día de Muertos, que ha pasado de ser el sincrético espacio en el cual las tradiciones cristianas y gentiles se combinaban para recordar a los antepasados, para convertirse en una fiesta con elementos inventados. Hay delegaciones de la capital que hacen festivales prehispánicos cuya antigüedad no es mayor a dos años. Es decir, valiosas cosas viejas recién envejecidas. Pero así funciona el mecanismo y algunos tienen ventajas, como el desfile creado por James Bond que en pocos años ha arraigado en el imaginario colectivo de los capitalinos que salen orgullosos a la calle y sienten que ese festival hollywoodense es milenario y que no tiene nada que ver con el Halloween.

Es enternecedor ver las actitudes de afirmación contrastante. Lo nuestro es tradición y mística; lo de ellos diversión y mercadotecnia. Es verdad que aquí celebramos Día de Muertos y no Halloween, a pesar de que los disfraces, las calcomanías y todos los elementos decorativos recuerdan la estética que transforma en estos días Baltimore o Filadelfia.

Con esta fiesta estamos ante el caso más evidente de una convergencia entre México y Estados Unidos. Una tradición que cada uno siente propia y que en realidad nos debería permitir entender que somos más parecidos de lo que queremos reconocer a primera vista. México es un país profundamente americanizado en sus percepciones y en sus posiciones, pero también es indudable que los Estados Unidos son un país indeleblemente marcado por la tradición hispano-mexicana.

A partir de esa experiencia simple y cotidiana que consiste en celebrar lo mismo, pero no de la misma manera, se abren espacios fecundos para reinventar nuestra propia tradición y tratar de construir costumbres que fomenten una identidad compartida como norteamericanos y no crear estas identidades atomizadoras o confrontadoras. La tradición se inventa cada día. Los vecinos inventaron el Día de la Bandera y nosotros cándidamente lo hicimos nuestro. Les hemos copiado también el “Buen Fin” con tono nacional. Cada vez más mexicanos celebran Acción de Gracias; Santa Claus ha desplazado al Niño Dios y a los Reyes. ¿Quién diría a estas alturas que Santa no es mexicano?

Podemos hibridar todo aquello que nos es común y ganar así cercanía espiritual. El Día de Muertos y la Navidad claramente nos resultan convergentes. Ese tipo de acercamientos va dando a la región un agregado identitario que puede ser positivo en el largo plazo. La mejor forma de vacunarse contra retóricas intransigentes y políticas segregadoras es desarrollar lazos y cercanía espiritual. Después de todo, la tradición es, en gran medida, una invención. Al T-MEC le falta un día para conmemorarlo.

Analista. @leonardocurzio

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Comentarios