A dos semanas del arranque de las campañas no se respira un ambiente distendido, optimista y mucho menos de fiesta.
México irá a las urnas con una sensación de zozobra por los niveles de violencia que se registran en varias entidades federativas. El negacionismo oficial no puede ocultar la cifra de candidatos muertos y la descomposición política que se registra en Guerrero, donde se combinan criminalidad vulgar con criminalidad organizada, inconformidad social por el tema de Ayotzinapa y una confrontación cívico-militar entre el gobierno de Salgado y los mandos militares. En este periodo han consumido ya a un secretario proveniente de la Marina y otro de la Defensa Nacional, así como una tensión creciente con la fiscal Valdovinos. Según la última encuesta de GEA-ISA, el 60% de los mexicanos cree que el crimen organizado influirá en las elecciones y una proporción similar cree que el presidente intentará lo mismo.
Al gobierno de la República se le ve cada día más descolocado e irritado. El presidente y sus cercanos están más preocupados por un hashtag envenenado, que por dar a la campaña de su candidata colores claros y de esperanza. Pese a todos los puntos de ventaja que las encuestas le anticipan, no se respira en Palacio Nacional ese ambiente triunfal de quien cumple con un gran objetivo. Por el contrario, el presidente habla de conjuras, golpes de Estado técnico y fraudes, como si algún peligroso parásito estuviese comiendo su energía política o intuyera que el anticipado triunfo no será tal.
La narrativa del “arroz cocido” no genera la ilusión de quien irá a comer una deliciosa paella; parece, más bien, una operación de Estado burocrática y poco entusiasta. Sorprende que la candidata oficial no acuda con la industria de la construcción (que ha sido el motor del crecimiento económico del 2023) y que aparezca parapetada (eso sí) en una muy buena campaña de TikTok. Puede ganar porque su posición de campo es mucho mejor, pero no despliega entusiasmo.
En la mayor parte de las encuestas se refleja que el presidente va perdiendo popularidad, debido al cruce de realidades que resulta inevitable al fin del sexenio. Ya no hay Dinamarca que vender, ni Felipe Calderón a quien culpar. Han pasado 6 años y ha tenido todo el poder que ha malgastado en luchar contra molinos de viento y dragones imaginarios para justificar la mediocridad de la infraestructura y los servicios públicos. En el centro del país, aunque nos digan que ahora Texcoco tiene los jardines colgantes de Babilonia, no tuvimos ni parque ecológico ni aeropuerto.
A Xóchitl Gálvez se le ve más suelta en esta etapa, pero sigue siendo presa de las burocracias partidistas. Le cuesta mucho penetrar electorados que ya han decidido su voto. Según GEA-ISA, sólo el 55% de la gente se dice ya dispuesta a votar, lo cual es tremendamente bajo, eso le da una fuerza relativa mayor a la estructura organizativa de Morena. El margen de los abstencionistas es muy amplio y se mueve entre el 45% y el 30% del electorado. Por otro lado, sólo el 12% se dice todavía indefinido.
Elecciones habrá, y a pesar de las irregularidades, la gente podrá decidir con libertad quién será la próxima presidenta, pero lo que está claro es que no hay un ambiente de entusiasmo y esperanza. El mentado segundo piso de la cuarta transformación parece más una ceremonia de bodas de plata (inercial y protocolaria) que un matrimonio apasionado. Por el lado de Xóchitl Gálvez, las viejas caras de sus socios (todavía robando mucha cámara) nos recuerda que no hay manera de vender futuro cuando tus socios están cargados de pasado.