Hace un par de días, en la revista The Atlantic, el periodista estadounidense Franklin Foer publicó un ensayo en el que asegura que vivimos en la era dictada por Vladimir Putin. De acuerdo con Foer, el autócrata ruso, que apenas hace una década y media enfrentaba retos enormes para mantenerse en el poder, ha sabido irrumpir en las instituciones democráticas hasta sumar a Occidente en una crisis nutrida por la desinformación, las teorías de la conspiración y las guerras culturales.
A través de su maquinaria de propaganda, que sigue a pie juntillas los métodos de Goebbels en la Alemania nazi, Rusia ha jugado un papel central en erosionar la confianza en los procesos democráticos. A lo largo de los últimos años, Putin, abrevando de su experiencia en la KGB, ha sabido oprimir los botones precisos para sembrar discordia, con la esperanza de debilitar a Estados Unidos y Europa.
Naturalmente, la culminación del proyecto de sabotaje de Putin era conseguir la consolidación de un proyecto de gobierno que le fuera favorable en Washington. La llegada de Donald Trump es la pieza final del rompecabezas, al menos de esta etapa. En solo mes y medio de gobierno, Trump se ha convertido en el muñeco de ventrílocuo de la agenda de Moscú. Y no es solo Trump. La derecha estadounidense, que se radicalizado hasta volverse casi reaccionaria, ha desarrollado una afinidad activa con Putin, al extremo de abogar por la fractura quizá definitiva de la alianza entre Europa y Estados Unidos que ha definido el mundo desde la posguerra.
No es fácil darle la dimensión precisa a este nuevo mundo autoritario que parece tener al gobierno estadounidense como facilitador y a Moscú como catalizador principal. Lo que es un hecho es que, como sugiere Foer, vivimos cada vez más en el mundo definido desde la agenda de Vladimir Putin.
Lo más notable es que Putin ha hecho todo esto desde una posición de fuerza mayormente artificial. Rusia se comporta, a la vista de todos y tras bambalinas, como uno de los grandes poderes de un nuevo mundo multipolar emergente. Lo cierto es que no merecería un lugar en esa mesa, o al menos no en la cabecera que hoy, de facto, parece ocupar. Por supuesto: no lo merecería por razones morales. Putin representa un gobierno imperialista voraz y asesino. Ha eliminado cualquier posibilidad de disenso y libertad en Rusia. Encabeza uno de los gobiernos más corruptos del mundo. Putin mismo es quizá uno de los hombres más ricos del planeta gracias a la estructura oligárquica y cleptócrata que ha construido.
Pero dejemos eso a un lado.
Rusia está muy lejos de ser una potencia económica a la altura de sus ambiciones imperiales. La realidad es más bien la opuesta, sobre todo en el contexto de la brutal guerra contra Ucrania. Putin enfrenta una grave crisis económica con una inflación creciente (9.9%) y un aumento en el costo de vida que afecta a millones de rusos. La guerra en Ucrania ha provocado una escasez de mano de obra en sectores clave. El sector energético sufre por la caída de ventas y ataques a su infraestructura. Gazprom registró su primera pérdida anual desde 1999. La lista de retos económicos es más larga. No hay duda de que la estabilidad económica de Rusia está en riesgo.
¿Cómo explicar entonces que vivamos en un mundo definido por las ambiciones y la agenda de un dictador que está al frente de un país de falsa fortaleza? La respuesta, como otras veces en la historia, está en la imposición de una narrativa producto de una operación propagandística. Los aliados de Putin en el mundo han hecho bien su trabajo, echando leña al fuego del agravio, la confusión y la desinformación. Los defensores de la libertad y la democracia no hemos hecho tan bien nuestro trabajo. No hemos sabido explicar correctamente por qué vale la pena defender ambas cosas. Más vale despertar de una vez. El siguiente paso del mundo según Putin será todavía peor.
@LeonKrauze