El Colegio Cardenalicio, reunido en el cónclave para elegir al sucesor de Francisco, enfrentaba una disyuntiva: escoger a un Papa de transición —una figura conciliadora y de relativo bajo perfil— o dar un golpe político en el escenario global. Optaron por lo segundo.
Según reportes de la prensa italiana, al inicio del cónclave el claro favorito era el cardenal italiano Pietro Parolin, figura central de la diplomacia vaticana durante la última década. Contaba con el respaldo mayoritario de los cardenales italianos, pero no logró consolidar un consenso más amplio. El resultado fueron dos votaciones sin mayoría calificada. Luego emergió un candidato inesperado: Robert Francis Prevost, hoy León XIV.
La elección de Prevost como Papa es histórica por varios motivos. La prensa estadounidense lo calificó de inmediato como el primer “Papa americano” por haber nacido en Estados Unidos. Y sí, Prevost es el primer Papa verdaderamente americano, pero por razones que van mucho más allá de su lugar de nacimiento.
Como explicó el analista Jesús Carrillo en mi podcast En Boca de León, León XIV es un Papa migrante del continente americano. A diferencia de los millones que han emigrado del sur hacia el norte, Prevost hizo el camino inverso: dejó Chicago en los años setenta para vivir durante décadas en Perú como misionero agustino. Allí fue prior, obispo y luego administrador apostólico. Como él mismo ha señalado, se siente más hijo de su grey peruana que de su adolescencia en Illinois. Por eso, al presentarse ante el mundo, habló en español, no en inglés.
En este sentido, León XIV representa algo inusual: un estadounidense profundamente global. Su excepcionalidad no radica en el reflejo narcisista de su país natal, sino en su apertura a la experiencia de los otros. Su pontificado, si se mantiene fiel a su biografía, será una defensa activa del sur global dentro de una Iglesia universal.
También es significativo su origen familiar. Robert Prevost es hijo del melting pot estadounidense: con ascendencia francesa, española, italiana y —según ha confirmado su familia— vínculos afrocaribeños y creole por parte materna. Creció en un hogar católico de Chicago, una ciudad moldeada por las migraciones. Su historia familiar no es la del nativismo que hoy alienta parte de la derecha estadounidense, sino la de la mejor tradición pluralista de Estados Unidos.
Esa identidad, además, lo convierte en un símbolo oportuno. En una época marcada por el auge del nativismo, el racismo y el desprecio por el migrante —impulsado desde el poder por figuras como Donald Trump—, la elección de un Papa que ha defendido con vehemencia la dignidad de personas que emigran no es menor. También en eso, el nuevo Papa seguramente marcará (como ya lo ha hecho como cardenal) una clara distancia —y quizá incluso una crítica activa— frente a las pulsiones crueles y xenófobas del gobierno de Trump.
En 1978, los cardenales que eligieron a Karol Wojtyła —Juan Pablo II— tal vez intuyeron que aquel joven cardenal polaco podría convertirse en un actor decisivo en la lucha por la libertad y la democracia, batalla central de su tiempo. Y así fue: no se puede entender la caída del comunismo sin Juan Pablo II. Hoy, el Colegio Cardenalicio ha elegido a un Papa hijo directo de la más profunda diversidad americana que bien puede convertirse en una voz firme contra el autoritarismo emergente y las nuevas formas de exclusión que amenazan al mundo contemporáneo, comenzando por Estados Unidos, su país natal. Un contrapeso al odio. No se puede pedir mucho más.