Claudia Sheinbaum ha desarmado todos y cada uno de los clichés de “liderazgo femenino” que tanto repiten los manuales de autoayuda corporativa. No le preocupa si se ve agresiva o tibia. No siente la urgencia de sonar distinta a López Obrador, ni el apremio de romper públicamente con él para probar su independencia.
Tampoco se cuida de parecer “demasiado suave” frente a figuras incómodas como Donald Trump: ha tenido conversaciones una a uno sin convertirlas en circo mediático. Nadie podría señalarla de susceptible, como sí lo fue siempre su antecesor, disfrazado de “coherente ideológico”.
En esa aparente frialdad está la verdadera transgresión. Sheinbaum no compra la narrativa de que las mujeres en el poder tienen que ser más empáticas, más cálidas, más cercanas.
Ella ejerce, y punto.
Y a través de esa sobriedad, desmitifica lo que nos han hecho creer sobre las mujeres en puestos de poder: que nos tiembla la voz, que nos falta autoconfianza, que no levantamos la mano ni sabemos negociar; que no podemos liderar espacios plagados de hombres.
Lo interesante es que esta forma de ejercer el poder ha coincidido con un fenómeno inesperado: sus altos niveles de aprobación. El Financiero la mide en 73%. El País en 78%.
Ahora, no confundamos popularidad con liderazgo. Porque lo que está en juego con Sheinbaum no es sólo qué tan apreciada resulta, sino qué tanto ejerce el poder desde su ser mujer y desde su propia narrativa feminista. Más en los qués que en los cómos.
La pregunta de fondo es otra: ¿ha demostrado Sheinbaum por qué necesitamos que más mujeres lleguen a puestos de poder? Sólo en parte.
Sí, la instauración de la Secretaría de las Mujeres, el decreto de igualdad sustantiva en la Constitución para garantizar también una vida libre de violencia y eliminar la brecha salarial, la reivindicación de la memoria histórica, y el reciente grito de Independencia con perspectiva de género, que aplaudimos muchas y muchos. Y es que la simbología importa en un planeta donde hoy solo 25 países están siendo gobernados por mujeres.
Pero si de transformar se trata, los pendientes son brutales: el Anexo 31, creado para echar a andar el Sistema Nacional de Cuidados, apenas reacomoda programas ya existentes y carece de criterios claros; es un paso simbólico, pero insuficiente para liberar a millones de mujeres de la carga invisible del cuidado y convertirlo en un verdadero derecho garantizado por el Estado. Los decretos y las leyes secundarias deben traducirse en cambios reales en la vida de mujeres vulneradas: millones siguen sin justicia ni reparación efectiva.
Que la presidenta sea capaz de exigir a los empresarios cuotas para los consejos de administración y transparencia salarial es condición necesaria para alcanzar verdaderamente la paridad. Hace falta atención efectiva y prioritaria a madres buscadoras, mujeres indígenas y mujeres en pobreza extrema. Cambiar una cultura exige mucho más que repartir 25 millones de cartillas que enlistan los derechos de las mujeres. “Ser libre y feliz, tener acceso a salud, vivienda, autonomía y un trabajo digno” no puede quedarse en el papel ni en la repetición de sus promotoras. ¿De qué sirven las asambleas “Voces por igualdad y contra la violencia” en lugares donde se registra mayor violencia si el nuevo sistema de justicia no ha comprobado su eficiencia?
Ahí se juega el verdadero liderazgo femenino. Claudia Sheinbaum es la presidenta con más poder en la historia reciente del país. Que lo exprima para bien de las mujeres y de la sociedad.
Ahora, su aprobación se debe, según exponen las encuestas, en mayor parte por la continuidad de los programas sociales. Pienso también que, sobre todo entre quienes no reciben necesariamente programas, por un aire menos polarizador después de la tormenta que significó AMLO. Menos polarizador y más estratégico. Luego, el huachicol fiscal le reventó, a ella, al gobierno y a todos; recordándonos no solo cuánto no se ha hecho y cuánto nos han mentido, sino también que las dimensiones de la corrupción cada vez son mayores. Entonces Sheinbaum dio señales de combate, sin embargo no termina de darle el golpe al uso de su poder, ni ha dado el golpe en la mesa para quitar y perseguir a los incómodos. Ahí está la guerra en Sinaloa, el Rancho Izaguirre, Adán Augusto. El crimen manipulando y siendo el poder político. Ahí están como arquetipo que se repite a lo largo y ancho del territorio mexicano.
El liderazgo pausado o cauteloso de esta mujer tiene tintes positivos, y dada la pincelada morada que ha puesto sobre la historia con su llegada al poder, la exigencia mínima radica en que imprima indeleblemente con la dureza que la describen sus más allegados para tumbar al patriarcado. Pero también la corrupción y la violencia.
Si Sheinbaum ha demostrado que el liderazgo femenino se construye en nuestros propios términos, y en sus propios términos ha probado la capacidad política, ahora le toca demostrar que su prime llegó con la presidencia. Su paso como jefa de gobierno, delegada, secretaria del Medio Ambiente y activista le dio experiencia para no repetir errores y el colmillo para entregar resultados a la altura de la historia. La pregunta es inevitable: ¿por qué tendría que ser distinto ahora? Porque ser la primera presidenta no es menor, pero no es suficiente.
@LauraManzo