En el siglo XVII, Thomas Hobbes imaginó a un soberano descomunal, el Leviatán, constituido por la suma de voluntades individuales que, al ceder parte de su libertad, hacían posible la paz civil frente al miedo y la violencia. Ese gigante político, producto de un pacto racional, condensaba la lógica de la modernidad: concentrar el poder en una instancia capaz de garantizar orden y previsibilidad a cambio de limitar la autonomía privada. Hoy, varios siglos después, la humanidad se encuentra ante una criatura soberana de naturaleza distinta: un Leviatán digital, no hecho de cuerpos y pasiones, sino de datos, algoritmos y sistemas de cálculo que operan a una escala y velocidad inéditas.
La inteligencia artificial encarna, en este sentido, una forma contemporánea de autoridad que reconfigura de manera silenciosa el contrato social. Su presencia se manifiesta no sólo en dispositivos ostensibles, sino en una infraestructura algorítmica que media la experiencia cotidiana: el sistema que decide qué noticias se nos muestra, el modelo que determina si somos sujetos de crédito, la herramienta que recomienda cursos de acción a policías, jueces o administraciones públicas. La promesa que ofrece este nuevo entramado tecnológico es seductora: eficiencia, precisión, capacidad predictiva. Sin embargo, toda concentración de poder —sea político, económico o informacional— conlleva un riesgo latente: que la lógica de la optimización termine por erosionar las libertades y los derechos que sostienen el constitucionalismo democrático.
Desde una perspectiva jurídico-constitucional, la inteligencia artificial interpela algunos de los principios más sensibles del orden normativo. La privacidad es quizá el ejemplo más evidente. La capacidad de la IA para procesar volúmenes masivos de información ha dado lugar a modalidades de vigilancia que desbordan las coordenadas tradicionales del control estatal. Sistemas de reconocimiento facial, análisis conductual, monitoreo exhaustivo de redes sociodigitales y extracción sistemática de datos convierten la vida ordinaria en un espacio potencialmente observable en tiempo real. Aquello que antes pertenecía a la esfera de lo íntimo puede transformarse, sin advertencia ni consentimiento informado, en un rastro digital disponible para Estados, corporaciones o intermediarios opacos.
A esta dimensión se suma el problema de la autonomía. Cuando los algoritmos seleccionan los contenidos que consumimos, las rutas que seguimos, las ofertas que se nos presentan o incluso las interacciones que priorizamos, intervienen de manera decisiva en la configuración de nuestras preferencias. La idea clásica de una voluntad libre y deliberativa se complejiza cuando esas preferencias son modeladas por sistemas que aprenden de nuestro comportamiento, lo anticipan y lo retroalimentan. La libertad, entendida como capacidad de autodeterminación reflexiva, puede quedar condicionada por dinámicas invisibles que orientan nuestras decisiones sin pasar por el tamiz de la conciencia crítica.
En el ámbito de la justicia, el desafío adquiere un relieve particular. La incorporación de algoritmos para predecir reincidencia, asignar niveles de riesgo o recomendar sanciones abre la puerta a decisiones automatizadas que, aunque agilizan procedimientos, pueden reforzar sesgos estructurales y desigualdades históricas. Si los datos con los que se entrenan estos sistemas reflejan patrones de discriminación, el resultado puede ser una justicia más rápida, pero no necesariamente más justa. El debido proceso exige transparencia, posibilidad de contradicción y control jurisdiccional: ¿cómo impugnar una resolución fundada en un cálculo cuyo funcionamiento se presenta como una “caja negra”, incluso para sus propios diseñadores?
La libertad de expresión, por su parte, se ve atravesada por el poder concentrado de las grandes plataformas digitales. La esfera pública contemporánea se articula en espacios gestionados por empresas cuyos algoritmos, determinan qué discursos se amplifican y cuáles permanecen marginales. Las decisiones sobre lo que se considera contenido relevante, aceptable o peligroso ya no se toman a partir de procedimientos deliberativos abiertos, sino mediante reglas de programación y criterios comerciales que rara vez son transparentes. El resultado es un paisaje comunicativo gobernado por lógicas de visibilidad algorítmica que pueden tensionar los ideales democráticos de pluralismo, diversidad y debate informado.
Ante este escenario, la respuesta adecuada no consiste en una tecnofobia paralizante ni en la aceptación acrítica de un supuesto determinismo tecnológico que presenta a la IA como destino inevitable. La cuestión central —jurídica, política y cultural— es cómo someter al Leviatán digital al imperio de la Constitución y de los derechos fundamentales, preservando sus ventajas sin abdicar de los límites que hacen posible una sociedad libre.
Desde el derecho constitucional, se vuelve imprescindible construir un marco robusto de derechos digitales. Privacidad, autonomía, protección de datos personales, libertad de expresión y debido proceso deben contar con garantías específicas para la era algorítmica. Esto implica reconocer la transparencia y la explicabilidad de los sistemas de IA como principios normativos, crear mecanismos de auditoría pública e independiente, y asegurar que toda decisión automatizada que impacte en derechos
fundamentales pueda ser comprendida, cuestionada y revisada por instancias humanas.
Ahora bien, el rediseño institucional no se agota en la producción normativa. Requiere también de una cultura cívica capaz de comprender el alcance del fenómeno tecnológico. En este punto, la participación de las generaciones jóvenes —particularmente de quienes se forman en derecho, ciencia política y filosofía— resulta decisiva. Esta será la primera generación en vivir plenamente bajo el influjo del Leviatán digital y, por ello mismo, tiene la responsabilidad y la oportunidad de intervenir en su configuración. El futuro institucional no está predeterminado: es un campo abierto de disputas, deliberaciones y elecciones colectivas.
La inteligencia artificial no está condenada a convertirse en un poder desmedido e incontrolable. Puede, si se la encuadra adecuadamente, funcionar como una herramienta para fortalecer la justicia, ampliar horizontes de libertad y dotar de mayor racionalidad a la administración pública. Pero para que ello ocurra, es necesario someterla a la Constitución, a la deliberación democrática y a una ética humanista que coloque en el centro la dignidad de las personas.
El Leviatán, ayer y hoy, es tan poderoso como la sociedad que lo convoca y le fija límites. Domar al Leviatán digital no es un gesto retórico, sino una tarea histórica que exige instituciones lúcidas, ciudadanía informada y una comunidad académica capaz de pensar críticamente los contornos del poder algorítmico. En esa tarea se juega, en buena medida, el horizonte del constitucionalismo en el siglo XXI.
Dr. Julio César Bonilla Gutiérrez, Comisionado Ciudadano del INFO CDMX y Académico de la UNAM

