De diversas formas, la historia humana está marcada por una tensión perpetua entre la innovación y las normas establecidas; una dialéctica constante entre el vertiginoso avance tecnológico y el marco jurídico que intenta, y debe, encauzarlo.

Hoy, frente al revolucionario desarrollo de la inteligencia artificial (IA), nos encontramos en el umbral decisivo de un debate esencial: cómo conciliar esta formidable herramienta tecnológica con los principios constitucionales que sostienen y definen nuestras democracias modernas. El reto inmediato, entonces, es claro e ineludible: legislar sobre la inteligencia artificial desde una perspectiva constitucional, no sólo consciente, sino profunda y robusta, cuyo fin supremo sea proteger y asegurar aquellas libertades y derechos humanos que, con esfuerzo, sacrificio y perseverancia, hemos ido conquistando.

Vivimos tiempos inéditos: máquinas que aprenden de nosotros, que crean y toman decisiones con creciente autonomía; máquinas que no solo nos asisten, sino que en muchas ocasiones ocupan funciones antes reservadas exclusivamente al ser humano. Esta realidad, lejos de generarnos un entusiasmo acrítico o temores irracionales, debe convocarnos a una reflexión profunda, ética y jurídica. Una reflexión destinada a precisar, delimitar y guiar el desarrollo y uso de estas tecnologías bajo estándares claros y sólidos, derivados directamente de los principios constitucionales que nos rigen.

Porque si algo nos enseña la historia reciente del derecho constitucional es que la protección efectiva de las libertades y los derechos humanos frente al avance tecnológico no puede depender únicamente de la buena voluntad de las empresas o del mercado digital, que tienden a autorregularse. La urgencia de legislar estos temas desde la perspectiva constitucional radica en el impacto potencial que estas tecnologías pueden tener sobre derechos fundamentales como la privacidad, la igualdad, la equidad, la libertad de expresión y, sobre todo, la dignidad humana.

Pensemos en los sistemas automatizados que utilizan intensivamente datos personales para tomar decisiones cruciales: desde contrataciones laborales hasta asignaciones de recursos públicos y privados. Tales sistemas, sin una regulación adecuada, podrían no sólo consolidar, sino también multiplicar y profundizar sesgos, prejuicios y desigualdades estructurales ya existentes.

Implementar y aplicar estos desarrollos tecnológicos sin reglas claras podría conducirnos no solo a violaciones sistemáticas de la privacidad o al acceso injusto a oportunidades, sino incluso a graves amenazas contra la autonomía personal, erosionando con ello la esencia misma de nuestra condición humana. Este riesgo no es teórico ni pertenece al ámbito especulativo de la ciencia ficción; ya enfrentamos escenarios donde algoritmos opacos han causado exclusiones, discriminaciones y violaciones concretas de derechos humanos.

Debemos comprender, urgentemente, que la inteligencia artificial mal utilizada y deficientemente regulada tiene el poder de reproducir, multiplicar y perpetuar injusticias que las sociedades democráticas han luchado históricamente por superar. De ahí la importancia crítica de aplicar a estos desarrollos tecnológicos los mismos principios constitucionales que han cimentado sociedades libres y justas: transparencia, rendición de cuentas, no discriminación, proporcionalidad, igualdad, equidad y respeto absoluto a la dignidad humana.

Finalmente, todas y todos deberíamos reconocer claramente que la igualdad ante la ley debe reflejarse en igualdad ante los sistemas automatizados. No podemos ni debemos aceptar una inteligencia artificial que promueva exclusión o discriminación. Debemos aspirar, en cambio, a tecnologías inclusivas, justas y universalmente accesibles, sin importar origen, género, orientación sexual, religión, edad o condición socioeconómica. Para ello, nuestras constituciones democráticas deben ser los sólidos pilares sobre los cuales construir las leyes que garanticen tales condiciones en beneficio de todas las personas.

No podemos postergar más este compromiso. Este es el momento preciso para asumir con determinación y claridad este reto ético y jurídico. Porque la democracia no puede limitarse a sobrevivir al desarrollo tecnológico; debe guiarlo, enriquecerlo y fortalecerse con él.

El futuro de nuestras sociedades está inexorablemente ligado al desarrollo tecnológico, especialmente al avance constante de la inteligencia artificial. Este vínculo, lejos de generar temor o incertidumbre, debería impulsarnos hacia una era de oportunidades donde los principios constitucionales y los valores democráticos guíen la implementación y regulación de estas innovaciones. Es necesario mirar hacia adelante con optimismo y convicción, conscientes de que contamos con las herramientas jurídicas y éticas necesarias para moldear una realidad tecnológica más justa, transparente y equitativa.

En este panorama prospectivo, las decisiones automatizadas no solo respetarán, sino que potenciarán derechos fundamentales como la privacidad, la igualdad y la dignidad humana. Debemos aspirar a una inteligencia artificial que refuerce nuestro tejido social, reduzca desigualdades y garantice la inclusión efectiva de todas las personas. Está en nuestras manos convertir a la IA en un instrumento que sirva fielmente al bien común y al fortalecimiento democrático.

Hoy, más que nunca, debemos reafirmar nuestro compromiso colectivo por establecer reglas claras, robustas y constitucionalmente fundamentadas para gobernar el desarrollo tecnológico. Avanzar juntos hacia este objetivo es no solo posible, sino imprescindible. De nuestra determinación actual depende la construcción de un futuro en el cual la tecnología no sea un desafío, sino una aliada indispensable para lograr sociedades más humanas, justas y democráticas.

Comisionado Ciudadano del INFO CDMX y Académico de la UNAM

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