Durante siglos, el conocimiento del derecho ha estado asociado al disciplinado estudio de códigos, tratados, glosas y sentencias. Se cultivaba como una forma de saber, arraigada en la interpretación, la tradición y la retórica. En tal sentido, el buen abogado era quien conocía los precedentes, podría recitar con elegancia los fundamentos legales y argumentar con precisión lógica en defensa de los principios y valores universales. Esa figura tan reverenciada del abogado clásico, heredero de una tradición que se remonta a la propia Roma, aún persiste en la memoria de muchas facultades de derecho, si debemos ser honestos.
Sin embargo, el mundo se ha transformado profundamente y lo ha hecho con una velocidad tal, que aquellas estructuras de enseñanza que alguna vez parecieran sólidas y suficientes, hoy resultan claramente ineficaces ante las exigencias de un presente desbordado por la tecnología y la complejidad que ésta, nos ha traído.
Vivimos en una época en la que el conocimiento jurídico ya no únicamente circula en libros, sino que lo hace en bases de datos capaces de analizar millones de documentos en tan sólo unos segundos. En la que las decisiones de los diversos tribunales se pueden prever con modelos predictivos entrenados con aprendizaje automático. En la que el acceso a la justicia, lejos de estar garantizado por la sola existencia de normas, se juega en las interfaces de plataformas digitales, en el diseño de algoritmos y en la disponibilidad de información estructurada. Esta nueva ecología de lo jurídico, cruzada por la irrupción de los grandes datos, demanda una radical transformación de los modos en que formamos a quienes ejercerá en el derecho en las décadas por delante.
El problema, claramente, no radica en que se siga enseñando lo clásico. Lo preocupante es que, en demasiadas ocasiones, es únicamente eso lo que se enseña. Como si el derecho fuera inmune a los cambios y a los procesos de transformación tecnológica que atraviesan actualmente, todas las dimensiones de nuestra vida. Como si la inteligencia artificial, el blockchain, los sistemas inteligentes o la minería de datos, fuesen solamente asuntos de ingenieros y no, desafíos jurídicos de primer orden. Porque, ¿qué tipo de juristas, estamos formando si no les proveemos de las herramientas para comprender y eventualmente gobernar los sistemas que ya están modelando desde ahora la administración pública, la contratación privada, la justicia penal y hasta las libertades y los derechos humanos?
La moderna educación jurídica debe de dejar de mirar con desconfianza a la tecnología y asumir desde ya, con crítica lucidez, que el derecho no es ajeno a la innovación, sino que está inmerso en ella. Porque ahora, también, las normas se ejecutan y pueden ejecutar a través de los códigos informáticos; los actos de autoridad pueden estar mediados por interfases; la discriminación puede no ser explícita, pero si estadísticamente programada. En tal contexto, ¿Cómo se defiende la legalidad si no se es capaz de comprender razonablemente cómo es que opera un modelo automatizado de clasificación? ¿Cómo hacemos para garantizar el debido proceso si los sistemas que deciden son cajas negras frente a los ojos de los litigantes? ¿Cómo haremos para proteger el interés público si los mecanismos que lo delinean y definen, escapan al escrutinio y revisión de los propios operadores jurídicos?
En tal virtud, el derecho en este nuevo paisaje, debe volver a tomar su naturaleza de herramienta viva para la resolución de todo tipo de conflictos. Ya no basta con enseñar a interpretar la ley, sino que es necesario formar juristas capaces de intervenir en el modo en el que se produce, se ejecuta y se controla la inteligencia jurídica computacional. Es decir, la educación jurídica del siglo XXI no puede limitarse a los contenidos de leyes o códigos normativos. Es preciso, que incluya lenguaje de datos, lógica algorítmica y conocimientos razonables acerca de la arquitectura de los sistemas digitales. Lo anterior, por supuesto que no implica formar ingenieros del derecho, sino abogados capaces de dialogar con la tecnología sin perder su vocación humanista y sin ceder ante el determinismo tecnológico para reducir el sentido de la justicia a una fórmula estadística.
Una transformación como la planteada, no sólo pasa por los contenidos, sino que debe abarcar y comprender los métodos, las actitudes y hasta los horizontes humanos. Porque, la enseñanza del derecho ya no puede continuar siendo un ritual de repetición autoritaria complementada por silencios que aplauden la memoria, pero fustigan las dudas y desacreditan la crítica. Es imperioso que las aulas de las escuelas de derecho se transformen en espacios abiertos de reflexiva experimentación y democrática deliberación sobre los grandes retos y desafíos que nos plantea esta nueva era. Es preciso que las y los estudiantes, se pregunten no sólo lo que dice la ley, sino que entiendan qué tipo de sociedad contribuye a construirla, a quién le beneficia, a quién excluye y, sobre todo, cómo se puede mejorar desde el diálogo integral, la pluralidad multidisciplinaria y la ética.
Comisionado Ciudadano del INFO CDMX y Académico de la UNAM