La tierra árida. El cielo ennegrecido. La noche anuncia que muchas de ellas jamás volverán a ver la luz del día. Deambularán por caminos espinosos y barrancos donde los zopilotes vuelan y parece, desde su negrura, anuncian una pista. Aquellas mujeres se desprenderán de su identidad y se convertirán en almas que buscan mirando al suelo. Debajo de la tierra se encuentra su última esperanza. Ellas silenciarán su voz con el ruido de la pala que golpea la tierra endurecida. Buscarán por instinto o por alguna noticia, falsa o verdadera, en los lugares donde se les dice pueden hallar los restos de su ser querido. Ellas no se detendrán. Ellas son su propia y única esperanza de encontrar un mínimo indicio, un hueso: recuerdo de que alguna vez hubo vida. Ellas caminarán enfrentándose a las autoridades corrompidas. Ellas serán vistas como enemigas del crimen organizado, aunque su labor no sea evidenciarlos sino, simplemente, encontrar el más pequeño rastro que les devuelva la posibilidad de tener un lugar donde llorar, que les permita sacar del anonimato al cuerpo perdido y recuperar su nombre y así volver a existir en la memoria de los otros. Ellas desafiarán a los políticos arribistas que tratarán de usarlas como botín político. Ellas son el silencio que incomoda a la injusticia, y son, también, la esperanza de que la realidad se transforme y que su búsqueda sea para que otras familias tengan la posibilidad de saber que sus hijos tienen vida, que pueden salir a la calle, encontrar trabajo y regresar seguros a sus casas.

¿Cuántas veces la pala tendrá que golpear la tierra endurecida? ¿Cuántas uñas sangrarán al rascar, desesperadamente, entre las piedras para encontrar un indicio del ser querido? ¿Cuántas mujeres caminan entre los cerros, los lotes baldíos, la terracería en busca de un hueso que les diga que ahí se encuentra su hijo? ¿Cuántas mujeres han perdido el miedo a vivir amenazadas y aun así buscan sin descanso; asumen la función de las autoridades; utilizan sus propios recursos con la esperanza de encontrar los restos de su familiar? ¿Se puede dimensionar el dolor que implica el conformarse con encontrar únicamente los restos?

Las madres buscadoras son un tema doloroso que nos recuerda la violencia y la injusticia que se padece en nuestro país. El problema de los desaparecidos tiene una raíz profunda que se agudizo a partir de la implementación de la guerra fallida, de Calderón, contra el crimen organizado. Los reflectores se han centrado en el número de homicidios que ha dejado este enfrentamiento. Pero, hasta ahora nos hemos percatado que en México se vive una crisis de

desapariciones, donde la estigmatización y la falta de estrategia no han permitido responder de manera contundente: tanto así que no se tiene una cifra certera de cuántas personas desaparecidas hay en México. Se vislumbra un cambio de estrategia por parte del gobierno de la Dra. Claudia Sheinbaum, se han instalado mesas de trabajo con los colectivos de personas buscadoras, pero el problema es tan hondo que se debería de construir una herramienta administrativa –Subsecretaría o Comisión– que tenga los recursos legales y económicos, necesarios, para implementar los cambios que se estarán aprobando, en las próximas semanas, en el Congreso. Existe voluntad, ahora es necesario construir el andamiaje que permita pasar al siguiente escalón: resolver el problema.

Sabremos que la lucha de las madres buscadoras ha rendido frutos cuando dejen de caminar en silencio. Cuando no sean asesinadas por buscar a sus hijos. Cuando no tengan que esperar con angustia el regreso de sus seres amados. Cuando los nombres de todos los desaparecidos se encuentren inscritos en el lugar donde descanse el cuerpo encontrado. Cuando vivamos en un México de paz y justicia.

Hasta aquí Monstruos y Máscaras…

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